Opinión 

Tucídides en Taiwán

A New Cold War?

Luis Fernández-Galiano 
29/07/2021


La pugna entre Estados Unidos y China dibuja los perfiles de una segunda Guerra Fría. Tanto el expansionismo asertivo de Xi Jinping como la determinación de Joe Biden en su contención componen un fresco histórico con múltiples antecedentes, el de una potencia en ascenso enfrentada a otra en declive. Esta situación condujo con frecuencia al conflicto, y eso es lo que argumentó el politólogo Graham Allison con una expresión que hizo fortuna, ‘la trampa de Tucídides’, utilizando una cita del historiador donde se juzgaba inevitable la guerra entre la Atenas emergente y la Esparta dominante. Esa trampa se halla hoy en Taiwán, porque la recuperación de la isla es un objetivo capital y permanente del liderazgo chino, avivado por el auge de un nacionalismo que se jacta de sus logros técnicos y económicos. Si esta nueva Guerra Fría es más bien una Cool War o una Hot Peace, como piensan las casi extintas palomas de Washington, o puede conducir catastróficamente a un enfrentamiento, como temen los halcones unánimes del establishment estadounidense, es quizá la más trágica disyuntiva de nuestra época. 

En opinión de Niall Ferguson, que ha revisado en TLS todos los análisis sobre el asunto producidos por los think tanks de Estados Unidos (con especial énfasis en los de Rush Doshi, director para China del National Security Council), si la primera Guerra Fría tuvo su crisis de Berlín, su crisis de Cuba y su crisis de Oriente Medio, esta segunda Guerra Fría podría conducir a una única crisis de Taiwán, porque esa isla «tiene el significado simbólico de la capital alemana, la sensibilidad geográfica de la isla caribeña y la centralidad económica del Golfo Pérsico». Los grandes sismos recientes —el Brexit, Trump y la pandemia— han debilitado a Occidente, impulsando el empeño chino por asumir una centralidad geopolítica que desborda el Oriente de Asia para extenderse con poder blando y músculo económico a través de la nueva Ruta de la Seda, con liderazgo tecnológico mediante su colosal inversión en pilares de la cuarta revolución industrial como la inteligencia artificial o la computación cuántica, y con un incremento considerable del gasto militar que se visualiza en programas como el de construcción de portaaviones.

Durante 2021, China ha celebrado sucesivamente la eliminación de la pobreza rural extrema, «un milagro —ha dicho Xi— que pasará a la historia»; la extirpación de la malaria, que ha pasado de 30 millones de casos anuales a cero, según certifica la OMS; y la confirmación de la victoria sobre la covid-19, una pandemia surgida en el país pero combatida sin pausa con determinación implacable desde sus inicios: no es sorprendente que en los actos organizados con ocasión del centenario del Partido Comunista los dirigentes chinos hayan exhibido lo que la ciencia política llama «legitimación performativa», asegurando que su formidable crecimiento económico es prueba de la superioridad de su sistema. 

Desde fuera se les reprochará su tratamiento de los demócratas de Hong Kong o los musulmanes de Xinjiang, y se subrayará su deterioro demográfico o el malestar social producido por la creciente desigualdad; y desde dentro se advertirán las tensiones del contraste aún persistente entre el campo y la ciudad, las inevitables pugnas entre las élites políticas o económicas, y el desafecto de una parte de la juventud, que rechaza las presiones para esforzarse en beneficio del país, y que antes de asumir la carga de hijos e hipoteca prefiere el rechazo del tangping, ‘tumbarse’, un movimiento alternativo que defiende una vida frugal y ociosa. Pero la dimensión colosal de sus logros ha hecho declarar a su presidente que «China no volverá a ser humillada», defendiendo su integridad territorial y prometiendo la reunificación con Taiwán: en su beneficio y el de todos, hay que cruzar los dedos para que la isla no llegue a convocar a Tucídides.


Etiquetas incluidas: