¿Un siglo ‘Pacífico’, un siglo asiático o un siglo chino? En la coyuntura entre el siglo XX y el XXI, el tránsito del Atlántico al Pacífico es pronosticado por todos; el desplazamiento de América por Asia es advertido por muchos; y el reemplazo de EE UU por China es temido por algunos: el despertar del dragón suscita tanta fascinación como recelo. Tras las reformas de Deng Xiaoping en 1978, China lleva 25 años creciendo al 9%; en este período, su PIB se ha triplicado, y el porcentaje de la población que vive en ciudades se ha doblado, superando el 40%. Alimentado por las exportaciones, y sostenido por el proteccionismo postotalitario de un estado de partido único, el espectacular crecimiento chino no ha producido aún empresas globales —las Sony o Hyundai que cristalizaron el auge japonés o coreano— pero sus grandes petroleras (PetroChina, Sinopec, CNOOC) buscan en varios continentes recursos energéticos para el que es ya el segundo importador del mundo; sus compañías tecnológicas (desde la Lenovo que ha adquirido una división de IBM hasta la Huawei que ha creado en Shenzhen un campus estilo Silicon Valley, con arquitecturas de dórico Disney incluidas) compensan la escasa innovación con los bajos costes laborales; y su nueva generación de millonarios ostentosos, que construyen chateaux o compran cadenas francesas de cosmética, constituyen la avanzadilla de una colosal clase media urbana consumista, suministrando una poderosa demanda doméstica que complementa el tirón del sector exterior.

Las desigualdades del crecimiento chino no semejan ser un riesgo significativo: las diferencias en nivel de ingresos son similares a las de EE UU, y el desequilibrio entre la costa próspera y el interior atrasado —donde han surgido todas las revueltas, desde los Boxers hasta los comunistas— se va enjugando a medida que el desarrollo de Shanghai se extiende aguas arriba por el corredor del Yangtzé, y que el dinamismo de Hong Kong se amplía en ondas concéntricas en la superregión de Guangdong, desde ese delta del Río de las Perlas que se ha descrito como ‘la fábrica del mundo’. Más peligrosas parecen la debilidad del sistema financiero, la persistencia de la corrupción administrativa y la escasez de recursos energéticos, para garantizar la seguridad de suministro de los cuales se está reforzando una maquinaria militar que causa zozobra a sus vecinos —Japón y Taiwán sobre todo, pero también Corea y el otro gigante que despierta, India—, a sus competidores, e incluso a EE UU, que ha exigido a sus aliados europeos el mantenimiento del embargo de armas a China. Gravitando sobre todo ello, en un país que ha alcanzado los 1.300 millones de habitantes en 2005, se halla el panorama demográfico creado por la política del hijo único y el acelerado envejecimiento de la población resultante, con la proliferación de familias 4+2+1, donde hoy cuatro abuelos y dos padres satisfacen los caprichos de un pequeño emperador, pero donde dentro de 30 años será un solo adulto el que deberá atender a seis jubilados.

Esta titánica transformación económica y social se ha expresado a través de una explosión urbana sin precedentes en la historia, articulada por gigantescas obras públicas —grandes presas y puentes colgantes, autopistas aéreas y túneles submarinos— y con el devastador impacto que cabe imaginar sobre el medio ambiente y el patrimonio cultural. El frenesí constructivo que ha llevado a tantos arquitectos extranjeros hasta China —inicialmente para las obras de complejidad técnica o importancia simbólica, como algunos rascacielos de Shanghai o los proyectos olímpicos de Pekín, pero cada vez más para planes urbanísticos o desarrollos comerciales convencionales— recibe, según The Economist, el impulso añadido de una burbuja inmobiliaria que se nutre del dinero caliente que apuesta por la revaluación del yuan. Este proceso ha situado a distritos de Shanghai como Pudong y Puxi entre los barrios de oficinas más cotizados del mundo, y al mismo tiempo ha provocado en ciudades como Pekín un creciente deterioro de su extraordinario legado monumental y urbano, que apenas respeta los emplazamientos declarados Patrimonio de la Humanidad (la Gran Muralla, la Ciudad Prohibida, el Palacio de Verano, las tumbas Ming y el Templo Celestial), sitiados ya por una marea unánime de edificación trivial. El boom chino es la historia de un éxito, y la velocidad de su mudanza no puede sino suscitar admiración; pero la misma radicalidad de la mutación que augura un siglo de oriente tiene que provocar el vértigo de occidente.


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