El confinamiento se sobrelleva mejor que la incertidumbre. Ejercitándonos en el oficio de vivir, el espacio privado adquiere un sentido diferente, porque el refugio íntimo se transforma en celda penitenciaria, y la vieja pregunta retórica —¿privado de qué?— se responde de inmediato: privado de contacto con los otros. En Huis clos, una obra que se estrenó en el París de la ocupación, Jean-Paul Sartre representa el infierno como un cuarto sin ventanas donde se constata que ‘L’enfer, c’est les autres’. Evitando hoy el contacto para dificultar la propagación vírica, descubrimos que, a diferencia de lo que asegura el dramaturgo, el paraíso son los otros. Obligados al aislamiento social, y enfrentados al enclaustramiento doméstico, sentimos como una amputación la ausencia de vínculo físico con nuestros semejantes, pero nada es comparable a la ansiedad que suscitan las sombras que se proyectan sobre el futuro personal y colectivo.
Con las ciudades en toque de queda, participamos en la liturgia solidaria de los balcones y consumimos bulímicamente la información de los medios y el chisporroteo de las redes, procurando atisbar el horizonte con los ojos entornados. Ignorantes del censo definitivo de las víctimas, fingimos confiar la supervivencia a las exigentes rutinas de protección, pero en el fondo nos sabemos arrastrados por el torbellino del azar. Es posible que el mundo que emerja de esta convulsión vírica sea más sensato en el consumo de recursos, más justo en su reparto y más seguro frente a las catástrofes: vivir con menos no tiene que significar vivir peor. Sin embargo, también es verosímil que este nuevo paisaje económico, social y geopolítico esté marcado por el desorden y el conflicto, por el auge autoritario y el agostamiento de la libertad, ya que la pandemia ha mostrado la anemia de la gobernanza nacional y europea, por no mencionar la ausencia de gobernanza global.
Buscando guía y consuelo en la memoria personal, recuerdo a mi padre microbiólogo y a su héroe de ficción, el doctor Arrowsmith, protagonista de la gran novela de Sinclair Lewis y de la posterior película de John Ford, un médico e investigador que se enfrenta a una epidemia de carbunco y después a otra de peste bubónica, y que refleja bien los dilemas éticos de la ciencia en situaciones límite. Hoy los comentaristas recorren reiteradamente la historia literaria de las pestes, desde Boccaccio hasta Camus, y subrayan tanto la angustia de las poblaciones como los esfuerzos del personal sanitario, pero quizá no se pone suficiente énfasis en la investigación biomédica que al cabo nos suministra remedios y vacunas. En la soledad de sus laboratorios, y en la comunidad virtual de sus hallazgos, esos científicos ofrecen desde su confinamiento las briznas de certidumbre que permiten hacer frente a las incógnitas biopolíticas del tiempo que viene.