Opinión 

Urbicidio balcánico

La destrucción deliberada del patrimonio material, histórico y emocional de la antigua Yugoslavia ha provocado un auténtico genocidio cultural.

Opinión 

Urbicidio balcánico

La destrucción deliberada del patrimonio material, histórico y emocional de la antigua Yugoslavia ha provocado un auténtico genocidio cultural.

Luis Fernández-Galiano 
23/07/1993


La primera víctima de las guerras suele ser la verdad; en los Balcanes, la víctima inicial ha sido la memoria. El genocidio físico y genético se acompaña del genocidio urbano y cultural; el exterminio de las poblaciones y las deportaciones masivas se producen de forma simultánea a la destrucción sistemática y deliberada de los museos y los archivos. Las violaciones atentan contra la libertad y dignidad de las mujeres, pero también contra el patrimonio genético de la comunidad agredida; la demolición artillera de las mezquitas y las bibliotecas destruye edificios de gran valor histórico y artístico, pero también reduce a escombros el patrimonio espiritual de un grupo humano.

En la antigua Yugoslavia, la memoria genética y la memoria cultural se aniquilan con idéntica saña: se violan los cuerpos y las ciudades, se mutilan monumentos e individuos, se sacrifican manuscritos y niños. El espanto abisal del sufrimiento humano, en una guerra cuyos corresponsales no nos han racionado el horror, ha desplazado a un segundo plano la destrucción del patrimonio arquitectónico y documental. Sin embargo, esa destrucción se está produciendo en tal escala, y con tan prolija minuciosidad, que merece una pausa de atención.

La destrucción de la Biblioteca Nacional de Sarajevo fue uno de los acontecimientos más dramáticos de la guerra, e hizo de sus ruinas un símbolo del genocidio cultural sufrido por la antigua Yugoslavia.

Medio centenar de núcleos urbanos en Bosnia-Herzegovina y en Croacia han sido total o parcialmente destruidos. Vukovar, Osijek, Gospic, Trebinje, Zadar, Karlovac, Dubrovnik, Mostar o Sarajevo componen hoy una letanía familiar para el lector de periódicos, pero hace muy pocos años su mención más común se hallaba en las guías turísticas. El atractivo de Osijek o el encanto barroco de Vukovar, sobre el Danubio, las incluía en los itinerarios; el pasado otomano de Mostar, la densidad estratificada —musulmana, cristiana y sefardí— de Sarajevo o la espléndida belleza dálmata de Dubrovnik hacía de estas ciudades destino del viajero curioso de algo más que las playas del Adriático.

Sobre todas ellas se abatió una saña demoledora y furiosa que ha sido descrita con un nombre nuevo, acuñado a la vez por la indignación y la propaganda: ‘urbicidio’. Así lo denominaron las voces croatas que documentaron, a través de una docena de textos y dos centenares de fotos, la destrucción de Mostar por las fuerzas serbias entre abril y junio del pasado año. El arquitecto Bogdan Bogdanović, que fue alcalde de Belgrado entre 1982 y 1986, prefiere hablar de «asesinato ritual de las ciudades» para referirse a la devastación procurada por esta guerra enconadamente antiurbana. Los intelectuales y estudiosos orientalistas que han publicado anuncios a favor de Bosnia, por su parte, han elegido el término ‘genocidio cultural’ para describir el saqueo interminable de la memoria que está teniendo lugar en los Balcanes.

Biblioteca de Sarajevo en ruinas

Urbicidio, asesinato de las ciudades o genocidio cultural son tres nombres diferentes para una realidad única, la destrucción brutal del patrimonio material, histórico y emocional de un pueblo. El símbolo inevitable de esta vasta catástrofe es Sarajevo, capital de Bosnia y del dolor, cuya Biblioteca Nacional, que contenía también los fondos universitarios y la hemeroteca nacional, fue bombardeada con granadas incendiarias y reducida a cenizas entre el 25 y el 27 de agosto de 1992, perdiéndose un millón y medio de volúmenes y 150.000 manuscritos y libros raros. Durante el mes de mayo la artillería serbia había destruido ya en Sarajevo el Instituto Oriental y sus valiosas colecciones, así como la Mezquita y Biblioteca Gazi Husrev Beg, fundadas en el siglo xvi y depositarias de un rico acervo de códices miniados, pero ninguna expresaría el horror con tanta elocuencia como las bóvedas en ruinas de la principal institución cultural del país.

En Mostar, otra ciudad significativa, la sede sobre el Neretva de los cascos azules españoles, se destruyeron durante el pasado verano la catedral y las trece mezquitas, seis de los siete puentes históricos y buena parte de los edificios de importancia artística, incluyendo el monasterio franciscano, que contenía el principal archivo histórico de Herzegovina. Y esa demolición sistemática, nunca debida a los azares del combate, que busca cegar las fuentes de la memoria para complementar la limpieza étnica con la higiene cultural, se ha expresado a lo largo y a lo ancho de la antigua Yugoslavia en un sinnúmero de lugares, haciéndose espectacularmente manifiesta a través de la destrucción de centenares de mezquitas, pero afectando también discriminadamente a bibliotecas, archivos y museos.

La radical devastación patrimonial que ha caracterizado el conflicto balcánico afectó a mezquitas como la de Donji Kamengrad (arriba) y a puentes como el histórico de Mostar (abajo).

Ruinas recientes

El empeño deliberado por borrar el pasado se advierte igualmente en los madrugadores planes de reconstrucción, que sin pudor se gestan ya sobre los tableros de los arquitectos y que, por poner un ejemplo, proponen que el nuevo Vukovar se levante en un pintoresco estilo serbo-bizantino... Pero nada de esto parecerá muy extraño a los que conozcan la experiencia española de reconstrucción de las que entonces se denominaban Regiones Devastadas, durante nuestra posguerra en los años cuarenta. Por entonces, el ínclito Agustín de Foxá bendecía las ruinas «porque en ellas están la fe y el odio y la pasión y el entusiasmo y la lucha y el alma de los hombres» y reclamaba la necesidad de «ruinas recientes, cenizas nuevas, frescos despojos» como tributo varonil de purificación. También en aquel tiempo los poetas iluminados y los arquitectos soñaban en la misma dirección paisajes limpios de impurezas humanas y estilísticas.

Quizá lo más significativo del urbicidio balcánico es que, lejos de obedecer a una violencia ciega e ignorante, responde al designio de un grupo de intelectuales de mirada ardiente y verbo inflamado. Como nos ha recordado Bogdan Bogdanović, «los creadores originales del caos bélico en Bosnia son dos o tres poetas de dudoso valor literario, un historiador de la literatura sin éxito y, como estratega principal, un psiquiatra de profesión y poeta popular de vocación». Los artífices del genocidio cultural son, paradójica e inevitablemente, los sacerdotes de la cultura.

Auxiliados por la pusilanimidad europea, los nacionalistas serbios se han propuesto imponer sobre el territorio su mitología cultural, sus tradiciones inventadas, sus fabricaciones poéticas e incluso sus falsificaciones estilísticas arquitectónicas. Algo a la zaga, pero sin duda discípulos aventajados, los nacionalistas croatas se proponen similarmente rediseñar los paisajes de la memoria, y han comenzado a probarse la mano expurgando del callejero de Zagreb toda la onomástica comunista o antifascista que «perturba al ser nacional croata» y espolvoreando el plano de la ciudad con los apellidos de algunos nazis notorios. Entre las dos identidades enfrentadas, el viejo pluralismo multicultural y tolerante de Bosnia, que hizo de Sarajevo ‘el Toledo de los Balcanes’, se desangra y se extingue.

Los europeos, presionados por Alemania, reconocieron prematuramente a Eslovenia y a Croacia, iniciando una turbulencia de consecuencias imprevisibles. El posterior reconocimiento de la independencia de Bosnia se produjo cuando se habían soltado ya los perros de la guerra. Mientras éstos aúllan, los líderes de Europa se comportan como aquellos políticos de levita y chistera en la película de Eisenstein, a los que el cineasta soviético hacía salir y entrar aceleradamente de los coches oficiales y los edificios públicos, en una acción pertinaz y ridículamente repetida: marionetas veloces, solemnes e inútiles.

Pero los dirigentes europeos son tan culpables del desarrollo de los acontecimientos en la antigua Yugoslavia como lo son Milošević o Karadžić, Tudjman o Boban. Con su irresponsabilidad diplomática abrieron una caja de Pandora que no saben como clausurar, y es urgente que lo consigan antes de que el conflicto se extienda aún más. Hoy sabemos encontrar en el mapa la Krajina o Eslavonia, y nos hemos hecho peritos en la geografía de la crueldad que esmalta el territorio de Bosnia-Herzegovina. Sin embargo, todavía somos felizmente ignorantes de la toponimia de Kosovo o de Macedonia, destinos inmediatos de la guerra balcánica.

Si queremos mantener esa pacífica ignorancia, seguramente es imprescindible que nuestros políticos entiendan, como ha subrayado Juan Goytisolo, que «Europa no está muriendo en Maastricht, sino en Sarajevo». El urbicidio es una enfermedad contagiosa que se comunica de inmediato a los vecinos, pero que destruye también poblaciones lejanas. Aunque las demás ciudades europeas parezcan aún intactas, sus corazones están comenzando a helarse, y pronto estarán habitadas por cadáveres. 


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