Los edificios tienen muchas vidas, porque su erosión funcional suele ser más rápida que su ruina física. La persistencia testaruda de sus fábricas, donde se depositan los materiales, la energía y el ingenio empleados en su construcción —eso que ahora llamaríamos su capital termodinámico e informativo—, anima a darles usos sucesivos. Arrastrados por el vendaval de los cambios económicos y sociales, los inmuebles experimentan transformaciones que en rigor no pueden describirse como metamorfosis, porque si su contenido y función se modifica por entero, su forma permanece sustancialmente intacta. Por grandes que sean las innovaciones técnicas o las mudanzas del gusto, las construcciones procuran su permanencia a través de una ‘pereza de la forma’, que mientras se resiste a la alteración de sus trazas, se adapta dócilmente a casi cualesquiera usos. Los edificios viajan así en el tiempo, sirviendo a diferentes amos en sus biografías consecutivas.

A partir de la explosión en el consumo de combustibles fósiles, la antigua voluptas aedificandi se ha expresado mediante un crecimiento exponencial de lo urbanizado, y una hipertrofia de lo construido que devora el territorio con sus metástasis para expresar la bulimia de una sociedad nunca saciada en sus demandas de gratificación material. Este apetito expansivo ha dejado detrás de sí carcasas obsoletas, contenedores sin contenido abandonados a la degradación y a la ruina definitiva en ausencia de uso, por lo que resulta benemérita la intención de dotarlos de una nueva función que prolongue su vida. Algunas de estas operaciones logran injertar con éxito programas razonables en construcciones exánimes, pero en otras ocasiones el recurso rutinario a contenidos culturales o institucionales imprecisos no consiguen insuflar aliento vital en la obra durmiente, y el rescate arquitectónico se salda con frustración social y derroche presupuestario.

En un marco donde lo habitual ha sido dar funciones predominantemente simbólicas a edificios esencialmente utilitarios, cabe preguntarse si la deriva hacia el salvamento indiscriminado del patrimonio arquitectónico mediante el uso cultural o institucional no ha alcanzado ya cotas excesivas; si no sufrimos hoy ya de una cierta sobredotación de espacios de naturaleza emblemática; y si no nos hallamos ya en la cota más alta de una marea cuyo reflujo parece irremediable. Quizá no esté lejos el momento en que debe propugnarse la transformación de museos en mercados, de universidades en talleres y de ministerios en viviendas. Los edificios conocerán segundas o terceras vidas, pero serán en todo caso la expresión en sus usos de las necesidades y los deseos de las sociedades que entonces alberguen, diferentes y no sabemos si mejores que aquellas otras que con importantes recursos materiales y no menor esfuerzo humano levantaron sus fábricas. 


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