Asalto al Congreso Nacional de Brasil por partidarios de Jair Bolsonaro

En una nueva epifanía del malestar, una multitud eligió como marco de su protesta una arquitectura simbólica. El 6 de enero de 2021, los partidarios de Trump asaltaron el Capitolio de los Estados Unidos para intentar anular el resultado de las elecciones que llevaron a Biden a la Casa Blanca; y el 8 de enero de 2023, los seguidores de Bolsonaro irrumpieron en el Congreso Nacional brasileño para procurar que se cancelase la victoria de Lula. Los dos mayores países de América, que con 332 y 210 millones de habitantes suponen más de la mitad de la población del continente, expresaron así la trágica división ideológica, política y emocional que está produciendo el deterioro de la legitimidad y la erosión de las instituciones, un proceso que se manifiesta también en varios países europeos, incluyendo el nuestro. El colapso de los partidos históricos en Italia o Francia, o las disfunciones de la hasta ahora ejemplar democracia británica, tienen su eco en la creciente polarización de la esfera pública española, que si llegó a conocer el hostigamiento de sedes parlamentarias en Madrid o Barcelona, experimenta hoy una degradación del diálogo en su interior.

La belleza de las imágenes que muestran a una muchedumbre uniformada con los colores de la bandera y dispuesta en las rampas y plataformas del Congreso como el coro de una ópera titánica no debe confundirnos, porque esa misma seducción puede hallarse en las concentraciones nazis de Núremberg, con los fotógrafos de prensa asumiendo hoy el papel de Leni Riefenstahl y la arquitectura material de Oscar Niemeyer suministrando el orden visual que en el Zeppenlinfeld se obtenía con la disciplina militar y la catedral de luz de Albert Speer. Las turbas que en la plaza de los Tres Poderes asaltaron también el Tribunal Supremo y el Palacio de Planalto, que alberga la Presidencia de la República, ofrecieron también imágenes de vandalismo que no pueden competir con la eficacia plástica de las coronadas por la cúpula del Senado o el vaso exacto de la Cámara de Diputados, y no puede sorprender que fueran estas las elegidas para las portadas de los periódicos del mundo, pero la estetización de la protesta tumultuaria y antidemocrática recuerda la ominosa calificación de sublime que alguien atribuyó a la orquestación de los atentados criminales del 11 de septiembre.

Con todo, la percepción de grandes obras de arquitectura invadidas por la multitud tiene un atractivo que contrasta con su demasiado frecuente presentación como objetos o espacios vacíos, esculturas hieráticas y heladas que apenas hacen adivinar su papel como escenarios de la vida. Así, nos ha fascinado ver la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo, la obra maestra de João Vilanova Artigas y Carlos Cascadi, llena a rebosar de estudiantes que se hacinan para participar en una asamblea, y nos ha seducido igualmente contemplar la imagen de la Casa del Fascio de Como, la mejor realización de Giuseppe Terragni, como telón de fondo de una colosal concentración que escucha a Mussolini proclamar por los altavoces la anexión de Abisinia, y ello pese al opuesto contenido de los dos episodios, y pese también a la conocida manipulación de la segunda de las fotografías. Aquellas multitudes enmarcadas por arquitecturas eximias son ya solo un testimonio histórico, pero las que hoy llegan a pantallas y portadas son la representación de una fractura social y una advertencia cautelar sobre la fragilidad de las democracias.


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