Casa cubierta por ceniza en La Palma

De la nieve a la lava, en España este ha sido un año de eventos extremos. Nada relaciona la borrasca Filomena con la erupción de Cumbre Vieja, pero ambos sobresaltos se producen mientras procuramos recuperarnos de una pandemia histórica que ha detenido la vida del planeta. Las ciudades vacías e inmóviles fueron una imagen tan emocionante como verlas cubiertas por una nieve unánime, o como contemplar las coladas de lava incandescente y los campos sepultados bajo un manto silencioso de ceniza, pero estos impactos estéticos no pueden ocultar las muertes y la angustia producidas por el virus, los daños y la parálisis urbana causados por la tormenta, o la desaparición de casas, cultivos y memorias bajo el imperio sordo del volcán. Entregados a los saberes inciertos de epidemiólogos, meteorólogos y vulcanólogos queremos ignorar otros eventos que sacuden un mundo en emergencia climática: el shock geopolítico ocasionado por la retirada de Afganistán y el Aukus; el shock económico provocado por el encarecimiento del transporte de mercanías; y el shock energético que tiene origen en la difícil sustitución de los combustibles fósiles.

El G-20 decidió no financiar centrales de carbón y fijó en 1,5°C el incremento de temperatura, pero sin China y Rusia el acuerdo es imposible de cumplir. Nos consuela saber que el Premio Nobel de Física se haya concedido a los pioneros en la modelización del clima, pero lo cierto es que hoy no necesitamos más verificación científica del calentamiento global, sino más compromisos políticos de reducción de gases de efecto invernadero, y los líderes reunidos en Roma parecían más bien encomendarse al azar de una moneda arrojada a una fuente. Y aunque cabe felicitarse de que la guerra arancelaria entre los EE UU y la UE haya disminuido su encono, las dificultades logísticas siguen nublando los intercambios comerciales, el repunte de la inflación proyecta sombras sobre el futuro, y la voluntad de autonomía frente a las cadenas de suministro parece incompatible con la dependencia europea de Taiwán para obtener los semiconductores sin los cuales su industria se detiene. Nuestro continente, debilitado por el Brexit o el ocaso de la OTAN, sigue teniendo su talón de Aquiles en la dramática carencia de compañías tecnológicas y fuentes energéticas.

Los reunidos en la COP26 de Glasgow han ofrecido el habitual aluvión de buenas palabras y benéficas intenciones, pero no es fácil separar esa asamblea multitudinaria de los eventos extremos que puntean las vísperas del encuentro: el cierre de uno de los dos gaseoductos que llegan a España desde Argelia, lo que obliga a encarecer el suministro mediante licuefacción y metaneros; la terminación del Nord Stream 2 que lleva el gas ruso hasta Alemania, con palmarias consecuencias geopolíticas; la promoción por Francia de una nueva generación de centrales nucleares modulares, con un diseño compacto que permite multiplicar el suministro de una energía sin impacto climático, pero con problemas de residuos y proliferación nuclear; o el ensayo de un apagón general en Austria, intentando mejorar la preparación ante un suceso cada vez más probable, habida cuenta de la interconexión de redes y la verosimilitud de un accidente en cadena. El recibo de la luz es solo la punta del iceberg energético que enturbia los paisajes de la transición hacia fuentes renovables, y que amenaza convertir el futuro inmediato en un malpaís de escombros y ceniza.


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