El comercio nos une, y sus rutas tejen una red que sujeta el mundo. Ante el retroceso de la globalización, con cada vez más países procurando privilegiar la proximidad geográfica o ideológica en sus intercambios, defender los vínculos que establece el tráfico mercantil es defender los puentes que conectan frente a los muros que separan. Europa muestra en su papel moneda puentes y ventanas como símbolos de apertura, pero la Europa-fortaleza avanza en las urnas, limitando la movilidad de bienes y personas, y dando la espalda al drama de las migraciones impulsadas por los conflictos o el cambio climático. En este contexto merece celebrarse el décimo aniversario de la iniciativa de la Franja y la Ruta, un genuino plan Marshall de construcción de infraestructuras lanzado por China en el otoño de 2013, y en el que hoy participan 150 países que suponen el 75% de la población del planeta y más del 50% de su producto interior bruto. Estas nuevas rutas de la seda, que siguen en el norte los itinerarios terrestres de Marco Polo e Ibn Battuta, y en el sur los caminos marítimos del almirante Zheng He, aspiran a fortalecer los lazos económicos y políticos entre Asia, África y Europa, algo bien deseable en nuestro tiempo de desconexión.
Aunque Europa se resista a percibirse como una península de Asia, su contracción demográfica, declive económico y pérdida de influencia subrayan su papel subalterno en la que Halford Mackinder llamó la ‘Isla Mundo’, formada por los tres continentes geográficamente contiguos que la iniciativa china procura coser con infraestructuras de diversa índole: terrestres desde luego, como el ferrocarril de carga de la Franja que recorre 13.000 kilómetros desde Yiwu hasta Madrid, conectando China con Europa y cortando como un cuchillo las estepas de Kazajistán o de Rusia; pero marítimas también, porque los nuevos puertos que jalonan la Ruta sirven a los 105.000 buques —portacontenedores, petroleros o cargueros— que en el mundo transportan el 80% del comercio por volumen, y el 50% por valor. Los océanos son hoy, como los grandes cursos fluviales en el pasado —y todavía en parte ahora—, fundamentales caminos del comercio, por más que el creciente desorden marítimo obligue a recordar la libertad de navegación que teorizó Hugo Grocio con su Mare liberum de 1609, construyendo sobre las bases del derecho internacional establecidas por Francisco de Vitoria, y que actualmente protege la Armada estadounidense.
Ese desorden, del que forman parte los numerosos buques de propiedad incierta y pabellón de conveniencia como el que perdió contenedores con pellets de plástico frente a las costas gallegas, se manifiesta en la inseguridad actual en el mar Rojo, donde los ataques hutíes en represalia por la guerra de Gaza impiden transitar hasta el canal de Suez; o en las dificultades de navegación en el mar Negro, sembrado de minas y barcos dañados en la guerra de Ucrania. Y junto con estas derivadas bélicas, existen riesgos geopolíticos como los que afectan al mar de la China Meridional y al estrecho de Malaca consecuencia de la pugna por Taiwán, o alteraciones debidas al cambio climático, como la disminución del agua en los lagos que alimentan las esclusas del canal de Panamá, amenazando el tráfico, algo que ya tuvimos ocasión de comprobar el verano pasado cuando la pérdida de caudal hizo imposible la navegación por el Rin. Pero los caminos del comercio transitan también por el fondo de los océanos, con los cables y gaseoductos que hemos visto sabotear en el Báltico o el mar del Norte, y nada es hoy tan crítico para la gobernanza global como preservar las rutas terrestres o marítimas por las que circulan la información, las mercancías y las personas.