La fachada libre postulada por Le Corbusier como uno de sus cinco puntos era en realidad la consecuencia coherente de la planta libre: ambas resultaban dependientes en sus ventajas y en sus implicaciones. Esta anunciada liberación de las dos familias de planos, perpendiculares o paralelos al terreno, los convertía en lienzos sobre los que ensayar cualquier dibujo, con nuevos grados de libertad, aunque también con ciertos vínculos.
En el caso de las plantas, era posible escribir historias independientes, forjado a forjado y, en este sentido, resulta sugerente la polisemia del término anglosajón para referirse al número de plantas de un edificio, stories, que en castellano se bifurca en ‘alturas’ e ‘historias’. En las fachadas modernas, las restricciones tenían que ver con la sustentabilidad de las membranas, la transmisión de su peso a la retícula de pilares que quedaba en el interior de la caja, de manera que esta podía perforarse hueco a hueco. Así se abrían nuevas vías de exploración, dado que los cánones premodernos, basados en la condición estructural de las fachadas, dejaban de tener sentido, y se ofrecía un repertorio de posibilidades más allá de la composición clásica; podía explicitarse o no el número de forjados, o el programa del edificio, o el espesor de la piel, aunque luego el Estilo Internacional acortara este alcance potencial, al devenir la modernidad otro canon. Pero al mismo tiempo se daba la paradoja de que esa aparente libertad en las fachadas convertía a los espacios en más dependientes, pues se mermaba en parte la posibilidad de interiores diáfanos, al renunciar a la eficiencia de la estructura incorporada a la fachada y que resolvía a la vez varios sistemas: la propia estructura, la iluminación o el carácter de las construcciones.
Nos encontramos todavía en la fructífera revisión de la modernidad; la separación o continuidad entre al afuera y el adentro es aún uno de los lugares más resonantes en el proyecto arquitectónico, pues resulta tan contemporáneo como atemporal. De hecho, la primera arquitectura fue pareja a la primera reflexión sobre la noción de límite cuando el hombre salió de las cavernas, donde no podía apreciar todavía las paredes desde fuera. El símil recurrente de la fachada como piel era entonces literal: las primeras cabañas de osamenta de madera estaban envueltas con el manto protector de animales cazados. La decisión de liberar o no la fachada de cometidos estructurales es en nuestro presente una conjetura de diseño, y la actualización de la conquista expresada en ese punto corbuseriano consiste hoy en saber que somos libres de operar de un modo u otro. La frontera entre edificio y entorno sigue cargada de circunstancias contextuales y de las necesidades propias del programa, y todas condicionan el modo, tan libre como pautado, en que las fachadas pueden proyectarse, conjugando masa y vacío, y utilizando la luz como el elemento arquitectónico más esencial.
Más allá de la defensa un tanto anacrónica de la ventana horizontal propugnada por Le Corbusier, la semántica convencional de puertas y ventanas queda hoy felizmente diluida en otros sistemas —continuos en su discontinuidad— que permiten incorporar otras funciones añadidas en un sentido narrativo, a veces incluso ornamental, que resulta fructífero. Es el caso de las variantes de celosías abstractas, con un ritmo único e integral, y que con una misma sistemática de leyes geométricas, a partir de cierta proporción constante entre entidad y perforación, resuelven superficies por completo, encintando caras o facetas, de manera sensible a las condiciones de contorno. Y lo mismo puede decirse de las alternativas de tejidos envolventes con cierta caligrafía, a veces con vocación figurativa o icónica, otras con alguna suerte de relato. Unas y otras ofrecen variadas colecciones de texturas, más ricas que las limitadas semánticas de huecos aislados sobre paños. Todas despliegan además una amplia gama de registros lumínicos, a su vez con implicaciones atmosféricas.
En el calado sutil de muchos proyectos contemporáneos podemos apreciar matices contextuales, ornamentales, metafóricos, ambientales o programáticos que convierten estas fachadas en planos sensibles, celosías al trasluz con diversos grados de transparencia. El enrejado del Centro cultural La Gota en Navalmoral de la Mata podría ser visto como el trasunto de un secadero de hojas; la malla geométrica de la casa Restelo, como el tramado decorativo de una azulejería portuguesa que se hubiera hecho translúcida envolviendo materia y huecos; y ambas funcionan con precisión en su respuesta a un programa expositivo que construye una pieza de presencia urbana, o de un interior doméstico volcado a un patio como un regalo sorpresivo al otro lado de un caserío convencional.
Por su parte, el showroom de Nonoco Panasonic se sitúa en un acertado equilibrio entre la imagen sofisticada y tecnológica en la distancia, y entre la artesanía local y la tradición de las formas en el paisaje vietnamita en lo cercano, del mismo modo que el tupido tamiz de aspas de La Tallera Siqueiros alude por igual a una imaginaría precolombina y a una carnalidad austera y contemporánea. La fachada vaciada de la ampliación de la Escuela Gavina trama un diálogo adecuado, con ecos mediterráneos y técnica moderna, entre un continente interior de un espacio multiusos y un exterior arbolado que se torna sugerente.
Analogías pictóricas y textiles
Siguiendo la analogía anterior de los planos como lienzos, parece interesante la superación del discurso de composición de objetos sobre un fondo en aras de una disolución creativa y no jerarquizada de figuras y fondos. Es bonito imaginar, en este sentido, que los nenúfares de Monet, fusión de lo figurativo y lo abstracto, pudieran ser atravesados por el aire, que aquel ejercicio de convocar las tres dimensiones a través del encuentro de aire y agua operando sólo con la luz y sus reflejos, pudiera ser vivido como una envoltura, fundiendo las espacialidades a un lado o al otro de ese plano. También lo sería para el caso de un plano de Pollock y sus estratos salpicados, o, si se quiere, en parámetros más ordenados para una composición de Mondrian o de Albers.Volviendo a la cuestión de las celosías, se trataría de un modo de diluir envolvente y armadura de un modo entrelazado. Con afinada sensibilidad Juan Navarro Baldeweg ha ido tejiendo en sus escritos un muestrario de analogías textiles entre telas, velos, encajes, urdimbres o bordados; fórmulas de entrelazar aire y luz que proyectarían la bidimensionalidad de la fachada con la activación de su espesor, en un paisaje tridimensional y cambiante de formas arrojadas, donde el habitante, como quien mira la forma de las nubes, reconocería patrones o figuras resonantes, abstractas o figurativas.
Hace unos años Alejandro Zaera comenzaba su artículo ‘The Politics of the Envelope’ esgrimiendo que no existía en la historia de la arquitectura una teoría integral de la envoltura de los edificios. Es cierto que, entre otros, el análisis de los aplacados de Semper o los recetarios compositivos de Durand eran aproximaciones parciales, como lo fueron la reflexión de Rowe sobre la transparencia, la de Venturi sobre lo decorativo, la de Fuller o Le Ricolais sobre lo estructural, o cualquiera que pudiera invocarse en planteamientos más recientes acerca de la sostenibilidad, los sistemas activos o pasivos, la dialéctica de capas o los distintos sistemas de alta o de baja tecnología. Pero acaso cualquier intento de una teoría integral semejante sería limitado y reductivo. Como la propia luz, ciertas cuestiones son atemporales, y la noción de celosía iguala lo vernáculo en muchos proyectos recientes.
En la mecánica cuántica la luz es onda y es corpúsculo; en arquitectura es para nosotros símbolo y materia. Más allá de los diversos caladeros de metáforas, desde las orgánicas hasta las inorgánicas, artísticas o prosaicas, la celosía —registro ampliado de la fachada— resulta sumamente operativa para el proyecto de arquitectura.
Ángel Martínez García-Posada es profesor de Proyectos en la ETSA Sevilla.