Una de las maneras de distinguir las democracias de los regímenes totalitarios era comparar la estética de sus respectivas manifestaciones populares: en un caso, masas orgánicas cuyo caos evocaba espontaneidad o libertad; en el otro, muchedumbres dispuestas en un unánime orden que sugería un control estatal absoluto. También en esto, la pandemia de la covid-19 ha venido a trastocar las escenas previsibles y los lugares comunes. La exigencia insoslayable del distanciamiento social, unida a la pérdida temporal de derechos civiles, han llevado al hecho inquietante de que una cola para la realización de tests víricos en Kuwait, el descanso para comer en una gran fábrica china o la manifestación del Primero de Mayo en Lisboa estén tomando la misma forma, rigurosamente coreográfica, de los desfiles de antaño en la Plaza Roja o de las ceremonias de masas en honor de Kim Jong-il.

Los espectáculos de geometría espontánea de las masas son acaso la manera más intuitiva de entender hasta qué punto la pandemia está poniendo en entredicho el sistema en que vivimos; un sistema en buena medida basado en la libertad de movimientos de las personas, las mercancías y las ideas. El orden está siendo una de las respuestas más eficaces al coronavirus, pero es un orden que, como en los relatos de Kafka o Chesterton, acaso oculta bajo su impecable y atractiva estética la cifra de toda una pesadilla.