El que acaso haya sido el peor de los últimos cincuenta años, 2020, ha terminado con una imagen esperanzadora: la de los ancianos y enfermeros recibiendo las primera dosis de vacunación. Esperanzadora en la medida en que ayuda a poner fecha al fin del cononavirus y, con ello, ayuda también a disipar las nieblas espesas en las que siguen envueltas la salud, la economía y la política mundiales.
No está claro, sin embargo, que el inicio de las vacunaciones signifique el principio del fin de la pandemia o —como sentenciara en otro contexto Winston Churchill— simplemente «el fin del principio». De hecho, tampoco está claro que la vacunación sea una verdadera panacea. No sólo porque es muy probable que las mascarillas y los confinamientos nos acompañen aún durante meses o años, sino porque —como vaticinan algunos expertos— no es descartable que la imagen esperanzadora de las vacunaciones sea en realidad el testimonio inquietante del comienzo de un periodo marcado por nuevas infecciones que podrían resultar más letales que la covid-19.
Comoquiera que sea, 2020, el año de la peste, ha traído aparejada una sensación de incertidumbre pertinaz, de malestar continuado, de miedo latente, que no habíamos experimentado desde los tiempos de la Guerra Fría. Si en un caso el causante fue el átomo, en el otro lo ha sido el virus. Casi siempre, lo que da más miedo no es el peligro visible, sino el enemigo invisible que habita cómodamente en ese aire que no podemos dejar de respirar.