Las impresionantes heridas que las obras de la ampliación del canal dejan en el territorio panameño sugieren su carácter voraz: el mismo que, debido a la malaria y al exceso de optimismo, en su día llevó a la catástrofe a la empresa de Ferdinand de Lesseps, y que hoy amenaza la segunda vida del colosal proyecto, esta vez por razones económicas. El pasado 1 de enero el consorcio GUPC —liderado por Sacyr y adjudicatario del tercer juego de esclusas que deberían permitir el tránsito de los buques ‘postpanamax’ a través del istmo en 2015— envió a la Autoridad del Canal de Panamá una nota de preaviso de suspensión de los trabajos, en la cual reclamaba 1.600 millones de dólares en concepto de partidas no previstas en el contrato inicial. Con ello afloraron las tensiones crecientes que, desde que el GUPC se hiciera con las obras en 2009 tras un concurso no exento de polémica —algún consorcio competidor llegó a declarar que los 3.118 millones de dólares ofertados por el ganador no daban ni para «poner el hormigón»—, han ido gravando la que es hoy es la mayor obra de ingeniería civil del mundo, en la cual han llegado a trabajar más de 8.000 personas. La noticia ha sido recibida con estupor tanto en Panamá —donde el asunto es una cuestión de Estado— como en una España lastrada por la crisis y ávida de vindicarse con ejemplos de éxito empresarial, lo que explica en parte el hecho de que la ministra del ramo haya viajado al país centroamericano para mediar en lo que se vislumbra como un complicado conflicto de intereses.