Los paisajes sonoros son también paisajes visuales. Mi generación se educó con la norma de que los auditorios son edificios que se juzgan con los ojos cerrados, pero en realidad pocos edificios se disfrutan con los ojos tan abiertos como los que se levantan para la música. Sean espacios filarmónicos como el que Scharoun construyó de forma pionera en Berlín, desarrollando experiencias teatrales anteriores en las que los espectadores rodean el escenario por entero, otorgándose un papel similar al de la multitud en los recintos deportivos, o más convencionales óperas o auditorios donde de cada asiento se espera una adecuada visibilidad, los edificios de la música sirven a la vez al oído y a la mirada; y ello sin mencionar la función igualmente esencial de ver y ser visto, en la sala o en el foyer, espacios todos donde se desenvuelve la coreografía social del encuentro o el saludo, y lugares por tanto gobernados por la vista.

El ojo es también protagonista de las salas de concierto cuando estas sirven de escenario propicio para la grabación o la retransmisión audiovisual, una circunstancia que cada vez con mayor frecuencia acompaña a la interpretación musical, y en este caso el ojo es el de la cámara. En la reciente inauguración de la Elbphilharmonie era imposible no advertir la multitud de cámaras que registraban el evento, incluida la que sobrevolaba a los espectadores moviéndose por un cable de trapecista —como antes un dron había permitido recorrer por entero el edificio, animando a reemplazar la promenade por el vol architecturale—, empleo este de la espectacular sala como estudio cinematográfico que ilustra bien la importancia crítica del elemento visual, una vez que los excelentes especialistas en acústica y los muy sofisticados estudios previos garantizan el comportamiento óptimo de los auditorios frente al sonido.

Obras siempre de naturaleza pública, en no pocas ocasiones de gran tamaño, y a menudo en emplazamientos destacados, las realizaciones consagradas a la música tienen habitualmente un papel añadido de iconos ciudadanos, hitos en la geografía urbana que actúan como motores de regeneración y motivos de orgullo colectivo, y también esta función emblemática obliga a entender los auditorios como artefactos visuales. Aunque procuran acomodarse a su contexto, se enfrentan igualmente al desafío de destacar en él con sus formas, materiales o perfiles característicos, de manera que puedan acuñar imágenes memorables donde cristalicen identidades cívicas. Los paisajes sonoros son por todo ello también paisajes visuales: en sus salas abigarradas de miradas y de cámaras, en sus vestíbulos abruptos o plácidos que se recorren con los pies y con los ojos, y —last but not least— en su impacto singular en el entorno urbano y el universo simbólico. 


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