La arquitectura parece haber alcanzado su masa crítica: ese volumen a partir del cual las colisiones azarosas entre las partículas provocan una reacción en cadena y el consiguiente estallido de su núcleo. Como en los restaurantes donde una mesa ruidosa obliga a elevar el tono a las demás, de suerte que al poco todos los comensales fuerzan la voz y nadie oye, el griterío semántico de los proyectos contemporáneos ha suscitado una emulación en el énfasis y una aceleración de las colisiones expresivas que, al multiplicar sus efectos en la algarabía de los medios, sitúan esta disciplina en el umbral de la desintegración explosiva. En la ciencia ficción cinematográfica de los años cincuenta, la masa causaba a su alrededor el pánico tanto por su condición informe como por su crecimiento incontrolado, y ambas circunstancias se reproducen hoy en los volúmenes aleatorios y los bultos agitados de una arquitectura bulímica.

Hinchada como un odre por la publicidad y el espectáculo, esta actividad utilitaria y artística flota inconsciente en el cielo desteñido de los globos, contemplando el enjambre afanoso de la multitud atareada con el desprecio olímpico de Harry Lime desde lo alto de la noria del Prater. Llena de aire caliente o de helio inflamable, sus formas turgentes evocan patologías económicas de signo contrapuesto, pero igualmente devastadoras: como burbuja producida por la prosperidad opulenta, su incremento obeso amenaza con el reventón catastrófico que periódicamente drena de humores los mercados recalentados y febriles de los valores o los inmuebles; y como moneda simbólica acuñada en exceso, su pérdida de valor significativo se acelera exponencialmente hasta alcanzar el vértigo hipnótico de una hiperinflación que devalúa el impacto de las arquitecturas al nivel ínfimo de los billetes de Weimar.

En esta coyuntura incandescente, donde la acumulación de accidentes sólo produce fatiga, y cuyo ruido de fondo es tan alto que únicamente se obtiene la atención del teatro global con incidentes apocalípticos, los arquitectos suben las apuestas como jugadores compulsivos, y el estruendo de casino apaga la existencia comunicativa de arquitecturas silenciosas, sedantes o seguras. La defensa del exceso que inauguró Venturi con su rechazo del less is more miesiano, sugiriendo que, por el contrario, less is a bore (extendida por Koolhaas con palabras y hechos en su censura hastiada de las miestakes), conduce a un escenario neobarroco, hacinado de gestos y signos que pugnan por elevarse sobre una confusión abigarrada de partículas elementales en ebullición convulsiva de colisiones: más es más, pero nunca es suficiente. La temperatura del reactor sigue en ascenso; alguien debería introducir barras de grafito en esa masa crítica.


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