Ilusiones verdaderas
Interpretar la obra de SANAA desde su raíz japonesa es inevitable e insuficiente.Inevitable porque tanto su exquisita elegancia como su refinamiento técnico son inseparables de la depuración cultural y la sofisticación material del archipiélago: cuando los socios recibieron el premio Pritzker en 2010, Sejima sólo mencionó a dos personas en su discurso de aceptación, su mentor Toyo Ito —que obtendría el premio tres años más tarde— y su ingeniero estructural Mutsuro Sasaki, soportes intelectual y técnico de su arquitectura etérea y borrosa, que difumina los límites entre la construcción y la naturaleza, lo real y lo virtual. Pero también insuficiente porque la creciente internacionalización de la oficina ha fertilizado sus intenciones iniciales con la experiencia de entornos estéticos y profesionales muy diferentes del japonés, tanto en Estados Unidos como en Europa, territorios en los que en cualquier caso han construido sin ceder un ápice de su radicalidad visionaria, poniendo a prueba las expectativas y los hábitos de sus clientes. En efecto, todas las obras de SANAA que aquí se publican están fuera de Japón, y únicamente se localizan en el país las ejecutadas independientemente por Kazuyo Sejima o Ryue Nishizawa —en esa singular organización de la oficina que divide su autoría entre tres despachos diferentes—, siendo además éstas generalmente las de menor tamaño, pequeños encargos residenciales o pabellones vinculados al mundo del arte.
Aunque se pueden detectar diferencias entre la producción de los tres despachos, lo cierto es que todos comparten las cualidades que habitualmente se asocian al trabajo de la oficina: una inmaterialidad lírica y una ligereza inverosímil que parece desafiar las leyes de la estática con la esbeltez de sus pilares y la delgadez de sus cerramientos; un despojamiento de los programas y una interpretación reductiva de las necesidades más allá de las fronteras que establece el pragmatismo funcional; y una disolución radical de la forma a través de mecanismos ilusionistas que enmascaran su condición espacial y estructural. El resultado es un conjunto de obras engañosamente simples que nos sacan sin violencia de nuestra zona de confort para instalarnos en un ámbito de empatía con la naturaleza y paisajes interminables, de cuerpos que se deslizan y sombras que se desdibujan al borde mismo de la desaparición. Pero esta arquitectura no se desvanece con humo y espejos, sino con una inmensa inteligencia constructiva y perceptiva, que hace de su prestidigitación deslumbrante una forma superior de realidad: de esas ilusiones verdaderas nos alimentamos todos, y cualquiera que haya visitado el Rolex Learning Center en Lausana o el Louvre de Lens —porque estas son obras que se someten mal al escrutinio de la cámara fotográfica— se habrá visto conmovido por el esplendor poético de una obra liviana que levita indecisa entre Oriente y Occidente.
Luis Fernández-Galiano