El agua disuelve las certidumbres de la arquitectura. Su condición líquida erosiona los cimientos físicos y disgrega la base conceptual de la disciplina. Marx advirtió que bajo el capitalismo ‘todo lo sólido se desvanece en el aire’, y Marshall Berman recogió el testigo más de un siglo después para exponer las paradojas de la modernidad, que según su contemporáneo Zygmunt Bauman no podía ser sino líquida. Entre nosotros, Antonio Muñoz Molina con Todo lo que era sólido en 2013 y Alberto Royo con La sociedad gaseosa en 2017 han usado metafóricamente los estados de la materia para expresar su malestar con una modernidad que, despojada de anclajes seguros, nos arroja a la corriente turbulenta de los acontecimientos. En contraste con estas nostalgias de la solidez, un anuncio de automóviles popularizó en 2007 una frase de Bruce Lee que reúne la exaltación del movimiento con la sabiduría oriental de la adaptación líquida: ‘Be water, my friend’.

La arquitectura canónica se resiste a lo líquido, y aún más a lo gaseoso. Frente al agua es consciente de su importancia en el emplazamiento urbano como soporte de las rutas mercantiles, y de su relevancia estética en las obras a las que sirve como extenso podio líquido; pero también ha aprendido a temer su proximidad como vehículo de incursiones hostiles o escenario de las fuerzas incontrolables de la naturaleza. De un tiempo a esta parte hemos recuperado los muelles portuarios o industriales para la cultura y el ocio: las ciudades que, en ausencia de una vocación balnearia, daban la espalda al mar se vuelven hacia él; sin embargo, las catástrofes que han asolado litorales han recordado una vez y otra el permanente peligro de lo líquido. Y si bien todos los edificios aspiran a la permanencia, sus estrategias formales para dar cuenta del tiempo que vivimos pueden ser sólidas, líquidas o gaseosas, como quizá expresan bien los tres que aquí se reúnen.

En Palma de Mallorca, el Auditorio y Palacio de Congresos de Francisco Mangado se enfrenta al Mediterráneo con una rotunda fachada plegada que extiende el perfil defensivo de la muralla ciudadana, subrayando su solidez con ásperos paneles de espuma de aluminio. En Lisboa, el MAAT de Amanda Levete se asoma al estuario donde el Tajo encuentra el Atlántico con una topografía cerámica de piezas semihexagonales que centellean como el agua, modelando con sus formas líquidas un paisaje construido que se ofrece a la ciudad y a la pisada. Y en Santander, el Centro Botín de Renzo Piano se eleva sobre el suelo y se divide en dos lóbulos revestidos de discos nacarados que flotan gaseosos y livianos frente a la bahía del Cantábrico, ocultándose a la ciudad tras el follaje y permitiendo el tránsito y las vistas hacia el mar. Arriba en Palma, abajo en Lisboa, delante, atrás y en medio en Santander: tres mares, tres declaraciones de amor al agua.


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