La arrogancia técnica del buque o la aeronave se convierte en espectáculo titánico cuando sufren catástrofes, y si el avión desaparece en un instantáneo estallido de fuego, el gradual hundimiento del barco en un remolino de océano insondable hace del naufragio un drama wagneriano, como muestran las imágenes de los petroleros Erika y Prestige. Esa cámara lenta se congela en los accidentes terrestres, y los vagones amontonados por la colisión ferroviaria o los vehículos arrastrados por el agua expresan con su confusión la violencia del acontecimiento, de igual forma que los edificios vencidos manifiestan con su geometría inclinada el impacto del huracán o el sismo. La belleza siniestra de la catástrofe fascina por igual al artista y al niño, y las formas inestables del accidente colonizan con similar profusión las salas de exposición y los parques de atracciones, de la Documenta o la Bienal de Venecia al Wonderworks de Orlando. Es posible que esas ficciones de fractura no exalten la destrucción, pero la devastación política y social de nuestro tiempo se resume bien en los descarrilamientos interiores y las ruinas detenidas del arte contemporáneo. En los vagones desbaratados de Juan Muñoz —como decían de los trenes del 11-M los manifestantes madrileños— viajábamos todos...[+]