Pocos meses antes de su muerte, el pasado 13 de enero, Aldo van Eyck celebró su octogésimo aniversario con la publicación en inglés de la biografía escrita por Francis Strauven. Para muchos de nosotros, el gran arquitecto holandés se podía resumir de forma telegráfica con un puñado de referencias: CIAM, Team X, Forum, Dogon, Orfanato, Sonsbeek, Hubertus, ESTEC. Esta trayectoria apocopada da cuenta de su intervención en los últimos CIAM, que contribuyó a disolver; de su formación del Team X con los Smithson, Candilis y su compatriota Bakema; de su dirección de la revista Forum, que se convirtió en el portavoz del espíritu insumiso de los años sesenta; de su pasión por la arquitectura vernácula africana, y muy especialmente por la de la tribu de los Dogon, en Mali; de su magistral orfanato de Amsterdam, que sería la obra más característica del estructuralismo holandés; de su demolido pabellón de esculturas Sonsbeek, emblema de la ‘claridad laberíntica’ de ese estructuralismo humanista; de su residencia Hubertus para madres y niños con problemas, desconcertante en el laberinto sin claridad de sus geometrías; y de su sede para la agencia europea del espacio, cuyo orden endecagonal y multicolor constituiría su última provocación. Tras leer la obra de Strauven, estos mojones biográficos se enriquecen con una constelación de personajes que permiten entender mejor las ideas y la obra de Van Eyck, y que van desde la exotraordinaria pareja formada por sus padres (un poeta-filósofo dividido entre la diplomacia y la literatura, y una fogosa mujer nacida en Surinam y que siempre vio en la antigua Guayana holandesa su paraíso perdido) hasta su sensible y devota esposa, que sólo se convertiría en su colaboradora profesional a la edad en que otros se jubilan, y desde la carismática Carola Giedion-Welcker en el Zúrich apartado de la guerra, a los artistas del grupo CoBrA en el Amsterdam experimental de la posguerra.
Resultado de su revisión de la ortodoxia moderna, que lleva a cabo desde presupuestos humanistas, Aldo Van Eyck realiza con el orfanato de Amsterdam la obra más característica del estructuralismo holandés.
Cuando en 1994 se publicó la versión original—en holandés— de la biografía, Van Eyck y Strauven presentaron la obra en el orfanato, por entonces sede del Instituto Berlage de Arquitectura, que dirigía Herman Hertzberger. El lugar era especialmente adecuado, al tratarse de la obra maestra de Van Eyck, que al dejar de cumplir su misión original se había rescatado de la demolición creando ex profeso una institución de enseñanza e investigación de la arquitectura que, bajo el nombre del más grande arquitecto holandés, pudiera emplear sus espacios; y la escala simultáneamente doméstica y pública, que tan apropiada había resultado para una residencia infantil, se había acomodado también con soltura a la combinación de seminarios, talleres, aulas y zonas de reunión que demanda un centro académico (prueba paradójica y melancólica de esa flexibilidad adaptativa es el hecho de que, incapaz de pagar la elevada renta, el Instituto Berlage, ¡creado para salvar el edificio!, ha tenido que mudarse, y el orfanato está actualmente ocupado por oficinas, cuya distribución se ajusta también con comodidad a la estructura alveolar y azarosa del inmueble).Y también resultaba congruente que el Instituto lo dirigiese Hertzberger, sin lugar a dudas el arquitecto que mejor había expresado las convicciones antropológicas y artísticas de Van Eyck, tanto en el terreno amable del alojamiento y la escuela, como en el más espinoso del espacio de trabajo, habiendo construido precisamente con la sede del Central Beheer un edificio de oficinas que se convirtió en el emblema de la reconciliación entre necesidad y libertad preconizada por el estructuralismo de los Países Bajos (el Instituto lo dirige hoy Wiel Arets, y éste es otro signo de los tiempos).
Emblema de la ‘claridad laberíntica’, el pabellón de esculturas en Arnhem baña con luz homogénea unas galerías abiertas al parque de Sonsbeek, favoreciendo el encuentro casual entre las obras de arte y los paseantes.
Aunque la obra estaba escrita en holandés, el acto se desarrolló enteramente en inglés, idioma oficial del Instituto Berlage, cuya vocación internacional le obliga al uso de esta lingua franca. Van Eyck usó el admirable inglés que no puede por menos que tener quien ha pasado su infancia y primera juventud en Gran Bretaña, adornó su intervención con algunos desplantes toreros, y remató la faena descorriendo la cortina del fondo de la sala para que los asistentes pudieran contemplar, a través de las grandes cristaleras, el abominable y colosal edificio de oficinas colindante, que el arquitecto se jactaba de haber sabido domesticar. Con ese golpe de teatro, el carismático maestro obligaba a soldar, en la presentación de su biografía, la parte más reconocida con la menos apreciada: la isotropía igualitaria y optimista de los sesenta, y las geometrías caprichosas y coloristas de los noventa; los tapices ordenados y las mallas inesperadas; el hormigón articulado y tectónico, y los vidrios con carpinterías de arco iris. Alguna continuidad existe, desde luego, entre las utopías comunitarias y contraculturales de los años sesenta —cuando en todas las escuelas del mundo se prestaba más atención a los iglúes esquimales que a las villas de Palladio— y el maquillaje ‘socialmente responsable’ que aspira a dar otro rostro humano a las grandes corporaciones burocráticas; pero en el viejo maestro no se sabía si buscarla en el deseo de reunir al homo faber con el homo ludens o en un síndrome de Peter Pan que le obligaba a reproducir una eterna guardería con pozos de arena y juguetes de colores.
La iglesia Pastoor van Arskerk de La Haya contradice con su proliferación de capillas y lucernarios cilíndricos la direccionalidad jerárquica del espacio litúrgico tradicional, aproximando el altar a los fieles.
Los lectores de esta biografía documentada y confusa no disfrutarán con la limitada pericia narrativa de Strauven, pero hallarán en ella un cúmu lo de noticias sugestivas y una cantera estimulante de imágenes. A algunos les interesará sobre todo lo que el libro tiene de más original; a saber, la exploración de las raíces del pensamiento antropológico de este holandés errante en su distancia física y emotiva respecto a su país natal, tanto tiempo contemplado desde el prisma británico o suizo, y tanta veces percibido desde la nostalgia tropical de su madre y sus abuelos o desde la fascinación africana de sus viajes. Muchos encontrarán especial pertinencia en la relación de Van Eyck con dos círculos artísticos de fértil experimentalismo creativo, el formado en torno a Carola y Sigfried Giedion en Zúrich, y el del grupo CoBrA en Amsterdam, cuya más influyente exposición montó precisamente el arquitecto (también fue él, por cierto, quien introdujo al pintor Constant en el mundo de la construcción, y la Nueva Babilonia situacionista de éste tuvo su origen primero en las ideas del Team X y los campos de juegos infantiles de Van Eyck). Otros, finalmente, volverán a hallar en la biografía del maestro holandés el dinamismo del debate arquitectónico en los Países Bajos durante este siglo, el extraordinario vigor innovador y la no menos admirable disponibilidad adaptativa de su cultura construida, y la aparentemente inagotable capacidad del neoplasticismo para fertilizar las aventuras intelectuales aparentemente más alejadas de sus premisas. Aldo van Eyck ha muerto, pero su obra sigue tan viva como la modernidad ortodoxa que se propuso demoler.