La desaparición de Ricardo Bofill el 14 de enero cierra un itinerario creativo y carismático. Su muerte en Barcelona, donde había nacido en 1939, aquejado de un cáncer de riñón que se complicó con la covid-19, añade una fecha final a los diccionarios y a las historias de la arquitectura donde ya figuraba desde hace décadas, porque tanto sus propuestas utópicas de los años 70 como sus obras clasicistas de los 80 son referencia e ilustración obligada de cualquier crónica del siglo pasado. Precoz y prolífico, deja un cúmulo de proyectos repartidos por el mundo, pero es probable que se le recuerde sobre todo por sus conjuntos de vivienda social, desde la no realizada Ciudad en el Espacio madrileña o el Walden 7 barcelonés hasta los desarrollos urbanos en villes nouvelles francesas y en ciudades como Montpellier o París, que conjugan la inventiva geométrica, la innovación técnica y el gusto por lo monumental. No siempre amado por sus colegas, me ocupé de su obra en varias ocasiones desde 1988, cuando celebraba 25 años de trayecto profesional, pero no tuve relación directa con él hasta la última década de su vida, propicia quizá para hacer balance.
Mi primer artículo detallado sobre el personaje lo describía como ‘Bofill superstar’, y en efecto lo era, porque la figura del arquitecto se imponía de forma incandescente sobre las propias obras, que sin embargo mostraban una continuidad experimental y una consistencia formal difícil de advertir tras las mutaciones lingüísticas. Bofill se interpretaba a sí mismo como ‘cartesiano y paradójico’, dos adjetivos que se ajustan bien tanto al rigor modular de los proyectos oníricos como a la disciplina prefabricada de sus ‘Versalles para el pueblo’, pero es posible que su talento se expresara aún mejor cuando se presentaba como ‘guionista de la arquitectura’, porque su deslumbrante inteligencia comunicativa sabía hacer de cada obra un relato, desde la audacia propositiva de los primeros croquis hasta la popularización del edificio construido con un nombre evocador. También en los años 90 ensayé a presentarlo en diálogo contradictorio con dos colegas de muy diferente actitud profesional: Oriol Bohigas, su gran rival en Barcelona, al hilo de la aparición de las biografías de ambos; y Rafael Moneo, con el que se midió en la plaza de las Glorias al levantarse a la vez el lacónico auditorio del navarro y el locuaz teatro del catalán, que resumí festivamente como el encuentro del profesor y la corista.
Por aquel entonces me tocó actuar como jurado en el concurso de la Ciudad de la Cultura de Galicia, y recuerdo la sorpresa de Bofill al no hallar respaldo para su propuesta académica y verde; en 1997 había elaborado con un lenguaje similar su proyecto para la prolongación de la Castellana, el mejor de los que se han sucedido en esa zona malhadada, pero en la arquitectura había cambiado la dirección del viento. Mejor suerte correría en otro concurso tres lustros posterior al de Santiago de Compostela, para un gran complejo en la ciudad santa de Medina, donde quedó finalista ex aequo con una propuesta de nuevo ecológica y geométrica, que pude apoyar sin reticencia alguna. Aquel año 2014 lo incluí, no sin recelo por parte de algún colega, en la serie ‘arquia/maestros’, y la grabación de esa entrevista en profundidad fue el inicio de una relación personal que se prolongó hasta su muerte, con largas conversaciones en comidas y cenas en Madrid y Barcelona —entre ellas la que organicé con Álvaro Siza y Eduardo Souto de Moura para que tuvieran ocasión de conocerse mejor—, su asistencia a alguna conferencia mía y el proyecto finalmente frustrado de dialogar sobre su trayecto biográfico en el auditorio de la Fundación Juan March, como antes había hecho con Jacques Herzog y con John Elliott. En uno de sus correos de esta etapa me aseguraba estar «trabajando en proyectos que me permiten desarollar un nuevo lenguaje arquitectónico», y esa declaración ingenua y arrogante retrata bien la ambición inagotable de este creador carismático e irrepetible.