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Un águila de la arquitectura


Ha muerto un águila. Este mes de julio que ha abrasado tantas aves líricas, de Enric Miralles y John Hejduk al José Ángel Valente de hoy mismo, ha detenido también el vuelo de un águila de la arquitectura. Cuando Francisco Javier Sáenz de Oíza recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, sus colegas en la Escuela de Arquitectura de Madrid le hicimos objeto de un acto de homenaje, en el que me cupo el honor de pronunciar la laudatio del maestro. En esa ocasión, haciendo referencia a su perfil aguileño y a su pupila veloz, pero aludiendo también a la rapacidad múltiple de su talento, comparaba a Oíza con aquellas águilas del Renacimiento español (Ordóñez, Siloé, Machuca y Berruguete) a las que dedicara un libro señero don Manuel Gómez-Moreno. Y es que el arquitecto navarro tenía una pasión intelectual tan caleidoscópica, unos intereses tan diversos y una curiosidad tan panorámica que sólo acepta cotejo con ese género de figuras colosales y versátiles.

Estaban por entonces recientes sus más desmesuradas realizaciones —el Palacio de Festivales de Santander, el ruedo de viviendas de la M-30 madrileña y la Torre de Triana en Sevilla—, tres monumentales fortalezas que tenían en común su voluntad extrema, algo seguramente inseparable del carácter de este arquitecto exigente y excesivo. Pero sus admiradores apreciábamos más otras obras, edificios que daban voz a la ciudad sin apenas dialogar con ella: Torres Blancas, que consiguió hablar por Madrid sin ser madrileña apenas, y el Banco de Bilbao, que expresó el sueño americano de la capital con más elegancia y persuasión que los propios rascacielos de filiación norteamericana que se levantan en sus proximidades.

Precoz en casi todo, el Oíza primero predicó el evangelio tecnológico tras el deslumbramiento de su estancia en Norteamérica, y a la basílica pétrea de Aránzazu siguieron barrios mínimos y exactos de vivienda social: Fuencarral y Entrevías, en la periferia madrileña, dan testimonio aún de ese momento de disciplina funcional. De la misma manera, la esponja inagotable de su retina fue pionera en la asimilación del organicismo o de Louis Kahn lo mismo que del último posmoderno.

Enjuto e iluminado, amaba a la vez la geometría y la paradoja, y reunía en su persona la claridad solar de un sofista griego y la elocuencia agónica de Unamuno o Ignacio de Loyola. Como su admirado Le Corbusier, al que progresiva e insensiblemente se asemejaba en el aspecto físico, el atuendo o la forma de dibujar, Oíza defendía a la vez los rigores fundamentalistas del credo moderno y la voluntad plástica de los volúmenes bajo la luz. Puritano y mediterráneo, reformador y artista, el que fuese un joven profesor de instalaciones fue también el constructor maduro de formas jerárquicas y solemnes.

Arquitecto sin maestros y casi sin discípulos directos, su voz tonante se oyó durante cuatro décadas en las aulas de la Escuela de Madrid, donde su presencia socrática fue desbordante, cegadora y locuaz. En la tradición demiúrgica del arquitecto moderno, pero con la avidez intelectual y la inquietud formal de un omnívoro estilístico, Oíza exploró los caminos más extravagantes, y su voracidad estética le permitió alimentarse en todos. En la hora crepuscular del término de su vuelo, a los que tuvimos la fortuna de conocerlo nos queda en la memoria su imagen imponente de águila de la arquitectura.


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