Opinión 

El sueño de Asturias

Luis Fernández-Galiano 
30/06/2010


Si el sueño es sopor, también es deseo. En Asturias, la crisis interminable de la minería y el redimensionamiento de la siderurgia han debilitado el nervio económico de la región, produciendo una postración que muchos confunden con la somnolencia. Sin embargo, en ese panorama sombrío y acaso crepuscular surgen claridades de rotundo optimismo que expresan la ambición y el sueño colectivos. La arquitectura no es ajena a ese empeño de reconstrucción mental y material, y algunas grandes obras sirven a la vez de motor económico en el tránsito hacia una economía de servicios y de impulso simbólico en el rebranding regional y la rehabilitación de la autoestima. Junto a ellas, un cúmulo de iniciativas y proyectos dibujan un paisaje en mutación donde se enredan la incertidumbre y la esperanza.

La geografía mítica de Asturias ha sido escenario de un pasado palimpsesto, entreverado de episodios contradictorios que se superponen sobre el territorio como un pergamino que cada generación reescribe. Su orografía abrupta, que está en el origen de su aislamiento y su singularidad histórica, ha conocido a la vez el ensimismamiento de la levítica Vetusta y el fervor revolucionario de la insurrección de 1934, expresiones extremas de una polaridad que en el ámbito de la arquitectura del siglo XX ha generado fenómenos tan diferentes como la contundencia plástica de las presas y centrales hidroeléctricas de Joaquín Vaquero y el clasicismo visionario de la Universidad Laboral de Luis Moya en Gijón, una Civitas Dei levantada como exorcismo frente a las turbulencias de la ciudad de los hombres. 

Sin embargo, ni la obra pública que matiza con sensibilidad artística las formas producto del cálculo ni el proyecto que aspira a detener el tiempo con un clasicismo normativo pueden describirse como ‘arquitectura asturiana’, porque tanto la ingeniería como los órdenes clásicos tienen una dimensión cosmopolita que los convierte en genuinos estilos internacionales. El término, hoy como ayer, debemos reservarlo para ese excepcional prerrománico que ha hecho de Asturias destino de peregrinaciones arquitectónicas: una de las pocas síntesis singulares que ha aportado la Península al acervo de la historia universal de la disciplina, con la influencia carolingia y los ecos bizantinos de un ramirense que alcanza la perfección absoluta en la esbeltez manierista de la irrepetible Santa María del Naranco. 

La Asturias de esta hora, lejos de sus orígenes ancestrales, y enfrentada a una doble crisis demográfica y económica, promueve su futuro con obras emblemáticas que sirvan como símbolo del sueño común. De ellas, ninguna tan representativa como el centro cultural que lleva el nombre de su autor, Oscar Niemeyer, el centenario maestro carioca que aún acude cotidianamente a su estudio en la playa de Copacabana para fumar puros frente a su mesa de trabajo con el busto de Lenin, y confirmar a los que le visitamos su orgullo de ser, junto a Fidel Castro, el último comunista de América Latina, así como su satisfacción porque estrellas de Hollywood acuden a la obra de Avilés. Entre el sueño proletario y la fábrica de sueños, Asturias se enfrenta una vez más a su aislamiento con una síntesis onírica.


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