Boa Mistura, Empatía, intervención sobre el polideportivo de la Alhóndiga, Getafe © Cultura Inquieta, 2020

La arquitectura tiene una relación difícil con el color. Si la modernidad heroica abrazó un blanco clínico como imagen de pureza higiénica, las sucesivas revisiones ampliaron la paleta para incluir los tonos propios del material en crudo, pero sin renunciar al ideal ascético del despojamiento cromático. Esta estricta disciplina —pese a episodios como el neoplasticismo o los interiores de las Jaoul, que rivalizan con los de Kaurismäki o Almodóvar— no ha sido siempre entendida por los ocupantes, que a menudo han hallado insípida la construcción incolora, y han expresado sus preferencias tuneando las casas con la ayuda del bote de pintura. Un caso célebre fue el inmaculado bloque de viviendas de Álvaro Siza en Berlín, recibido por los vecinos con una pintada, Bonjour tristesse, que acabaría dando nombre al proyecto, y con el lanzamiento de bolsas de pintura que macularon la fachada con brillantes explosiones de color; una acogida diferente a la que tuvo la policromía exacerbada de las viviendas diseñadas por el artista Hundertwasser en el mismo barrio de Kreutzberg.

Pero el color no es siempre popular entre los usuarios, y quizá un buen ejemplo sea el bloque residencial levantado en Madrid por Ricardo Legorreta, donde un motivo de queja de los habitantes fueron los encendidos tonos que el arquitecto mexicano había aprendido de Luis Barragán. En otras ocasiones, por el contrario, el público aprecia el desmelenamiento cromático, en las obras tecnológicas de Sauerbruch Hutton, en las construcciones básicas de Anna Heringer o en proyectos felices como el MUSAC leonés, donde la policromía de las vidrieras de la catedral permitió a Mansilla y Tuñón crear el hoy escenario preferido para fotos de boda. Usado como un remedio barato para aliviar la monotonía de Kilamba —la nueva ciudad construida por China en las afueras de Luanda—, para vivificar el entorno urbano de Tirana o para inyectar optimismo en las favelas de Río, el color puede también ser polémico cuando sirve para marcar nuevas normas ciudadanas en los pavimentos de Barcelona, o para transmitir empatía pintando por entero el hormigón de una obra de Fisac en Getafe.

Educados en la austeridad cromática, los arquitectos estamos inevitablemente próximos al Henry Ford que ofrecía elegir el color de sus automóviles, «siempre que sea el negro» o al Jean Nouvel que defiende el «gris teórico»; pero a nuestro alrededor se despliega una algarabía de color que lo mismo ilumina con el arco iris los soportes de acero de la terminal 4 de Barajas que otorga chisporroteo jovial de jardín de infancia a la sala solemne donde se reúne el Consejo Europeo. Desconcertados como acaso estuvieron los amantes de la arquitectura clásica cuando Hittorff les descubrió hace dos siglos la policromía violenta de los griegos, repasamos la teoría del color desde Goethe hasta Owen Jones, las clases de Itten y Albers en la Bauhaus o los proyectos de Bruno Taut, y prometemos curarnos de la anorexia cromática. Sabemos bien que el color no es culpable, y sin embargo nos alivia cuando vemos a Pérez Villalta «abandonar el colorinchi» y entregarse a la paleta arenosa de los frescos de Piero. El color, desde luego, no es culpable, pero nuestra mirada a menudo lo es. 


Sala del Consejo Europeo, Bruselas


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