Tocamos los edificios con los ojos. Fatigados por la bulimia de imágenes a que nos somete una cultura hipertróficamente visual, e incapaces de eludir la obesidad o la adicción icónicas, hallamos un alivio inesperado en las representaciones que prometen texturas al tacto, y en los retratos que parecen transmitir la carga grave de la materia. Si Quevedo escuchaba con los ojos a los muertos, nosotros palpamos con las pupilas la resistencia al roce de los muros, la temperatura de los pomos o el peso de las puertas, escarbando con la mirada en el espesor de la construcción como el mendigo revuelve en la basura buscando el brillo inesperado de lo oculto. Ese fulgor que alumbra la retina es sólo valioso cuando hormiguea también en las yemas de los dedos, ofreciendo una redención táctil para los encerrados en la cárcel sin rejas de una caverna de sombras fugitivas.

Cuando la casa resulta ser rehén virtual de un mundo fantasmagórico de figuras fugaces, nos adherimos a su sustancia física con tenacidad obsesiva, confiando inocentemente en que su materialidad nos rescate de tantos espíritus devenidos espectros. Pero sea experimento o rutina, la residencia singular es inseparable de su proliferación urbana, y el mejor proyecto deviene ominoso cuando se somete a una reproducción clónica que el objeto industrial admite sin reparos. Atrapada entre los cuernos de la sociología y el narcisismo, la casa vacila entre la producción customizada y la obra de autor, excavando ensimismada en su materia táctil por ensayar la fuga del círculo vicioso de la imagen repetida en el espejo, símbolo simultáneo de la introspección implosiva y de la multiplicación reiterada que jalonan el territorio familiar de lo doméstico.

Al cabo, el debate de la casa es el del individualismo contemporáneo, un poderoso vector de transformación histórica que ha desanudado los vínculos restrictivos de las estructuras comunitarias tradicionales, liberando colosales energías e iniciativa al tiempo que arroja partículas elementales y autónomas a un campo abierto sin vallas ni caminos. Ese terreno de independencia es una tierra sin roturar, en la que la libertad del espacio sin límites se paga con el sacrificio de la huella, el hábito y la memoria. Por más que algunas casas sean tan excelentes como algunos individuos, la casa como tal exige un urbanismo disperso que destruye el paisaje como la anomia corroe el tejido social. Y el recurso curativo a la materia física de la arquitectura es entonces apenas una ficción consoladora ante el naufragio de una urdimbre colectiva que se desfleca y desvanece en el aire.


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