Opinión 

Berlín: vivienda y glamour

Luis Fernández-Galiano 
01/01/1985


«Esta ciudad necesita algo de glamour». Colin Rowe, quizá el más respetado de los críticos de arquitectura actuales, resumía de esta forma su diagnóstico sobre Berlín, ante un numeroso público de estudiantes y profesionales congregados en uno de los encuentros con los que la Exposición Internacional de Arquitectura (IBA) ha querido hacer balance de sus primeros años de gestión.

Y glamour, en efecto, han suministrado a Berlín las promociones de vivienda que, diseñadas por un selecto grupo de arquitectos internacionales, se han realizado o se están construyendo en diferentes zonas de la ciudad, y que han hecho de ésta un formidable museo de arquitectura que reúne piezas de las más cotizadas estrellas del firmamento profesional.

La IBA es, desde luego, algo más que una colección de firmas: la IBA es también una defensa de la manzana frente al bloque, del arquitecto frente al urbanista, de la ciudad tradicional frente a la ciudad moderna, de la poesía frente a la construcción, de la teoría frente al pragmatismo. Pero la IBA es, por encima de todo, una gigantesca operación de relaciones públicas, una exaltación de la individualidad de los creadores, una búsqueda febril y acelerada de la seducción a través de la moda, una persecución arquitectónica del glamour.

En el terreno de la vivienda, la IBA ha supuesto, respecto a su inmediato antecedente, la Interbau de 1957, la renuncia definitiva a las convenciones modernas. Un cuarto de siglo después, se presta más atención a la imagen que al programa, al observador que al habitante, al alzado que a la planta: el consumo de la arquitectura ha logrado el protagonismo que antes estaba reservado a la producción.

Como tantas otras veces, los arquitectos han sido lentos en aprender la lección. Después de varias décadas de fascinación por el fordismo —la producción en cadena— los profesionales del diseño han abrazado con entusiasmo el sloanismo —el cambio de modelo anual; el marketing, asociado al consumo de imágenes, ha triunfado sobre la mera producción. Pero han tenido que transcurrir más de cincuenta años desde la victoria de los Chevrolet sobre el Ford modelo T para que los arquitectos vuelvan a descubrir la fórmula de General Motors, expresada en palabras del hombre que la impulsó, Alfred P. Sloan Jr.: «La aplicación de las ‘leyes’ de los modistos parisinos... a la industria del automóvil».

En la industria de la construcción, sin embargo, es dudoso que «la aplicación de las ‘leyes’ de los modistos parisinos» tenga tanto éxito como el que acompañó a la profunda transformación que General Motors operó en la industria del automóvil norteamericana. La política de gama y el fomento de la variedad que permitieron a General Motors adelantar espectacularmente en cuota de mercado a Ford —aferrada a la consigna de «máxima producción al mínimo coste»— no es fácil de trasplantar a la construcción de viviendas. No obstante, existen paralelismos significativos entre el viraje automovilístico de los años veinte y el que se ha producido medio siglo después en la arquitectura de la vivienda.

Entre 1921 y 1927 Ford pasó de vender el 55% de los coches americanos a menos de la cuarta parte. Su insistencia en la estandarización a ultranza (aquel famoso «puede tener el coche del color que desee, siempre que sea negro») le llevó a perder la batalla comercial frente al cambio acelerado de modelos en la división Chevrolet de General Motors. En 1927, y tras haber fabricado 15 millones de vehículos, Ford sustituyó el modelo T por el modelo A; cinco años después introduciría el V-8 y, a partir de entonces, la política de cambio anual de modelo que había caracterizado a su principal competidor se haría también ortodoxia en la compañía Ford. Los años del cambio contemplaron el caos organizativo, el desastre económico y la confusión ideológica. Ford aprendió la lección del marketing, pero no sin haber pagado por ello un elevado precio.

Aunque los arquitectos siempre han sido aficionados a buscar analogías entre edificios y automóviles, los objetos de su atención han ido mudándose. El mayor propagandista del Movimiento Moderno, Le Corbusier, admiraba a Henry Ford y pensaba que sus líneas de montaje eran las catedrales de nuestro tiempo, pero ignoró por completo su esfuerzo por adoptar el marketing. Lo que interesó a los arquitectos de la industria del automóvil fue la normalización y la producción en cadena: «fabricar viviendas como se fabrican los coches» sería una consigna vigente hasta los años sesenta. El cambio se entendía sólo como un progresivo refinamiento de la adecuación funcional, nunca como una mutación voluble sometida a la transformación del gusto, los avatares de la moda y el deseo de novedad del consumidor. En la gran tradición de la modernidad que arranca de finales del XVIII, los arquitectos pensaban que la moda, como antaño la describiese el ilustrado abate Galiani, no era sino «una enfermedad del alma humana».

En los años setenta, los arquitectos redescubrieron la moda, la seducción y el glamour. Charles Jencks, el crítico que introdujo el término postmoderno para denominar el nuevo talante cultural, iniciaba su análisis de la arquitectura británica con el Homenaje a la Chrysler Corporation de Richard Hamilton, donde la forma del vehículo se interpretaba en términos eróticos. El automóvil servía de analogía arquitectónica, pero era ya un objeto diseñado para la seducción del consumidor, sometido al dictado de la moda y en cambio permanente para evitar el aburrimiento y excitar el apetito del comprador.

La operación berlinesa de la IBA, sensible a la nueva temperatura cultural, ha procurado introducir el glamour en la arquitectura de la vivienda a través de las firmas de grandes modistos. Al igual que en los años veinte de la industria automóvil, la defensa de la variedad se ha apoyado en la necesaria heterogeneidad de una sociedad democrática y plural; también igual que entonces, la variedad es sólo cosmética. Si se examinan detalladamente los edificios de la IBA, se comprobará que, tras su aparente disimilitud formal, las opciones constructivas o tipológicas son de una pobreza abrumadora; han aprendido, es cierto, las reglas del marketing, pero ello en nada modifica lo substancial del proceso. El hombre elegido por Sloan para transformar la General Motors fue William Knudsen, un «mago de la producción» de la fábrica Ford: la variedad de los Chevrolet se fabricaba con la misma tecnología que el modelo T. En Berlín, la variedad de modelos postmodernos de vivienda se construye con los mismos métodos con los que se ha levantado la vivienda moderna en Europa.

Seguramente no es casual que haya sido la ciudad de Berlín el escenario elegido para este «ensayo general con todo» de la vivienda postmoderna. La modernidad era inseparable de un proyecto progresivo instalado en el futuro: y si para los actuales europeos el futuro ha dejado de ser una categoría de análisis y actuación, en los berlineses esto se produce de forma especialmente manifiesta. La necesidad de vivir en el presente es casi obsesiva en Berlín, y la sensibilidad hacia la caducidad de lo nuevo francamente neurótica. Europeos extremos en su voluntad de anticipación, los berlineses adelantan quizá la vivienda que viene: convencional en el fondo y renovadora en la forma, un objeto habitual en un envoltorio de glamour.


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