El siglo XX terminó el 9 de noviembre de 1989. La caída del muro de Berlín cerró bruscamente un periodo histórico, y a la guerra fría sucedieron varias guerras calientes y una paz helada. El deshielo de los conflictos congelados por la pugna entre los bloques ha dado lugar a inundaciones y avalanchas locales. Paradójicamente, el mundo que iba a administrar los dividendos de la paz se ha transformado en un lugar más inestable y caótico que el sometido al chantaje paralizante del equilibrio nuclear. El planeta se ve arrastrado a un vértigo de cambio técnico e ideológico que trastorna las relaciones sociales y económicas, modifica profundamente el territorio y la ciudad, y altera incluso el propio clima. No es seguro que este proceso tenga alguna dirección, y no es probable siquiera que pueda dirigirse. Es consolador pensar que no hay culpables, pero resulta desalentador constatar que no hay tampoco remedios.
Si Berlín suscita tan melancólicas reflexiones, se debe sin duda a que no es una ciudad. Quizá para su fortuna —pero más probablemente para su desgracia—, Berlín ha devenido un símbolo o, más modestamente, una metáfora. Obligada durante décadas a ser un escaparate y una trinchera, Berlín es hoy una colmena acelerada y laboriosa, mareada por la agitación y ensordecida por el zumbido de las máquinas. El lenguaje de las grúas es su única mímica, y el esperanto inmobiliario orquesta la actividad insomne de esta Babel ambiciosa y desbordada. En el fragor de la construcción, algunos gramáticos meticulosos se enredan en precisiones ortográficas. Sin embargo, no parece que eso altere gran cosa el rumor de las voces atareadas.
Mientras los arquitectos discuten acerca de la ortografía de las fachadas, la reconstrucción de la capital de Alemania emplea el léxico y la sintaxis de la promoción. Como en tiempos de Franz Biberkopf, la ciudad sufre la violencia y el vértigo de la construcción decidida y musculosa de un futuro metropolitano, en un torbellino de actividad múltiple y confusa que refleja o resume el veloz desorden del planeta. En 1929, Alfred Doblin hacía decir a su protagonista: ≪En la Alexanderplatz están levantando el pavimento para el metro. Hay que andar sobre tablas... Rumm rumm, hace con fuerza la apisonadora de vapor de la Alex, delante de Aschinger... Andan por el suelo como abejas. Construyen y hacen sus chapuzas a centenares, durante todo el día y la noche... Al otro lado de la calzada lo están derribando todo, todas las casas situadas junto a la línea de circunvalación, de donde sacan el dinero, la ciudad de Berlín es rica, pagamos nuestros impuestos... Yo lo destruyo todo, tú lo destruyes todo, él lo destruye todo≫.
Es fácil imaginar que el Berlín de 1994 inspiraría a Franz Biberkopf frases semejantes. Cinco años antes de la caída del Muro, A&V dedico a la ciudad su número primero, y en el imaginábamos la perplejidad del protagonista de Berlín Alexanderplatz ante el paisaje desolado, silencioso e higiénico de la ciudad de la IBA. Cinco años después de ese suceso histórico que ha clausurado el siglo, y coincidiendo con el décimo aniversario de la revista, A&V ha querido regresar a Berlín con su número 50, cerrando un círculo de reflexión y registro. Ante el panorama agitado, dinámico y turbulento de una metrópolis en renovada gestación, aquí se ha ensayado una interpretación que privilegia dos ejes y dos centros que articulan los cuatro puntos cardinales de Berlín. Es una lectura más analgésica.