Norman Foster ha dejado su firma en el nuevo Reichstag, y lo ha hecho en el más improbable de los lugares: el reverso del águila que preside las sesiones del Bundestag. En el Parlamento Federal de Bonn, la popular fette Henne estaba colocada sobre un muro, pero en el recinto acristalado de Berlín, la ‘gallina gorda’ está suspendida sobre el estrado presidencial, mostrando su envés a los que utilizan las galerías perimetrales. El arquitecto británico tuvo que diseñar un reverso para el emblema del parlamento alemán, y aprovechó la ocasión para esbozar una sonrisa en el perfil doméstico del ave, y para caligrafiar su firma bajo el ala. Antes de esta rúbrica, el rediseño del águila germánica había sido objeto de polémicas encendidas, rechazándose nuevas y más rapaces versiones en beneficio de la tradicional. Al cabo, este águila sonriente y cordial resume bien la actitud con la que se ha reconstruido el Reichstag y, de forma más general, el espíritu con el que el pueblo alemán y sus representantes han efectuado el tránsito de la República de Bonn a la República de Berlín.
Con una nueva cúpula de vidrio que evoca la original transformando su contenido simbólico, el Reichstag procura reconciliarse críticamente con su historia conflictiva, que es también la de la propia Alemania.
La mole neobarroca terminada por Paul Wallot en 1894 no fue nunca el edificio más popular de Berlín. Su cúpula de vidrio quiso ser originalmen-te una réplica democrática a las cúpulas herméticas de las iglesias o los palacios reales, y tanto Guillermo II —que describía el parlamento como ‘la jaula de monos del Imperio’— como Hitler más tarde —que se negó a reconstruirlo tras el incendio de 1933, gobernando desde entonces por decreto—despreciaban por igual el edificio y la institución que albergaba. Pero para los pueblos que sufrieron las consecuencias del expansionismo germánico, el Reichstag se asocia inevitablemente con el militarismo agresivo de la Alemania guillermina o nazi, y el emblema de su derrota sigue siendo la imagen de un soldado soviético haciendo ondear la hoz y el martillo sobre la azotea escombrada del parlamento alemán. Estas memorias ominosas hacían arriesgado el retorno de la máxima institución representativa deAlemania a su sede inicial, y la fascinación hipnótica de su empaquetado en 1995 por el artista de origen búlgaro Christo se explica quizá por una pulsión colectiva de catarsis.
Planteada como un faro nocturno y un mirador diurno, la cúpula de escamas de vidrio que corona el Reichstag encierra una cascada cónica de espejos que ilumina y ventila la sala de plenos situada debajo.
El proyecto de Foster, que tras cuatro años de obras y 50.000 millones de pesetas de coste se inauguró con ceremonia y sin pompa el 19 de abril, interpreta con extraordinaria inteligencia y sensibilidad la naturaleza ambigua del edificio y los contradictorios sentimientos que despierta. Por un lado, es un vigoroso emblema de la salud democrática de Alemania, un hito luminoso en la musculatura urbana del nuevo Berlín, y un ejemplo optimista de la solidez técnica de la industria germana. Por otro, es un manifiesto de afirmación de la soberanía popular, que coloca al público visitante en el espectacular mirador de la cúpula, significativamente por encima de sus representantes políticos en la cámara; un museo vivo de la dramática historia alemana, que deja al descubierto las cicatrices de demoliciones, incendios y ocupaciones, incluyendo los numerosísimos graffiti realizados por los soldados rusos que tomaron el edificio en 1945; y un elocuente alegato sobre la responsabilidad ambiental de la arquitectura, subrayando el liderazgo legislativo de Alemania en el terreno de la ecología, que aquí se expresa a través del énfasis puesto en la iluminación y ventilación naturales, en el uso de combustibles renovables y en la radical reducción de la emisión de gases contaminantes.
Tanta ejemplaridad política, histórica y ecológica podrían haber dado lugar a un edificio solemne y envarado; pero el gran mérito de esta monumental realización es precisamente su naturalidad accesible y amable. La cúpula de escamas de vidrio, abrazada por sendas rampas espirales, y penetrada por una colosal cascada de espejos que ilumina y ventila la sala de plenos situada debajo, es tanto un faro nocturno como un mirador diurno; una colina encendida que nos guía en la tiniebla, y también un escenario teatral abierto al espectáculo de la ciudad y al de la propia multitud curiosa que se enreda en las pasarelas y se multiplica en el azogue ferial del cono facetado. El interior del viejo Reichstag, herido por las huellas abruptas de los pentimentos constructivos, y tapizado por inscripciones ingenuas u obscenas en caracteres cirílicos, se coloniza con sobrios corredores de petos transparentes que dejan grietas de luz entre el pasado violento y el presente habitual, y las llagas de la memoria se cauterizan con la placidez pasteurizada de las oficinas asépticas. La gran sala plenaria, abrazada por las doce esbeltas columnas de hormigón que sostienen la linterna, proyecta sobre los pupitres de los diputados los pétalos en voladizo de las tribunas de invitados, y el conjunto se remata con el anillo de vidrio de la sala de prensa y el vértice romo de la espada de metal y de aire que pende de la cúpula, situando al corazón de la República de Berlín bajo la serena luz y los taquígrafos de un águila sonriente.
Mientras los graffiti rusos recuerdan la historia dramática del edificio, el águila del escudo alemán ha sido dotada de un reverso sonriente en su ubicación berlinesa, resumiendo así el espíritu optimista del actual país.
El Reichstag era un edificio lastrado con tanto escombro físico como simbólico. Para retirar las 45.000 toneladas de material de demolición generadas por el esfuerzo de abrirlo a la luz y el aire hubo que cargar 35 camiones diarios durante cinco meses; pero para deshacerse del escombro simbólico harán falta otros medios y mucho más tiempo. El primer obstáculo está en el nombre (Reich significa imperio), que convoca los fantasmas de Bismark y de Prusia lo mismo que el de Hitler y su Reich de los 1000 años; como no se podía simplemente trasladar el nombre de Bundestag, la extravagante solución de compromiso ha sido llamarlo ‘Deutscher Bundestag-Plenarbereich Reichstagsgebäude’ (Zona de plenos del Parlamento Federal Alemán en el edificio del Parlamento Imperial), una denominación que nadie emplea. Otro problema es la cúpula, evocadora no sólo de las glorias guillerminas, sino también de la megalómana Kuppelhalle que Speer proyectó como centro emblemático de un futuro Berlín nazi que, tras la victoria bélica, gobernaría Europa con el nombre de Germania; aquí la alternativa de Foster, haciendo de la cúpula un mirador público, secuestra del ámbito despótico la solemnidad de la forma arquitectónica, y la entrega al más amable del espectáculo urbano.
Pero la mayor hipoteca del Reichstag reside en que su siglo largo de existencia subraya la continuidad de la historia alemana frente a la ruptura que supuso el Holocausto y la ocupación de los aliados, unos hechos traumáticos y quirúrgicos en los que aún se basa la legitimidad contemporánea de la democracia en Alemania, y que hacen inseparables el arrepentimiento de Auschwitz y la fraternidad con los ocupantes; esta fraternidad se expresa en el parlamento a través de una instalación del francés Christian Boltanski sobre los antiguos miembros del mismo, y de una pantalla luminosa de la norteamericana Jenny Holzer que reproduce una selección de discursos de la cámara: dos obras de arte que, sumadas a los graffiti rusos y al proyecto del arquitecto británico, rinden homenaje a las cuatro potencias que, durante su larga ocupación de Berlín en la posguerra, exorcizaron los demonios familiares de una Alemania escombrada por la culpa y la memoria.
En la ceremonia de inauguración del edificio, Gerhard Schröder citaría al escritor albanés Ismail Kadaré para justificar el vuelo sobre los Balcanes del águila alemana, por vez primera en guerra desde 1945; unos días más tarde, Oskar Lafontaine recordaría al canciller el peligro de humillar a Rusia, y la deuda contraída por la Alemania reunificada con el eslavo Gorbachov. Pero la fette Henne se ha instalado en Berlín entre graffiti rusos, y los invitados a la espartana recepción de apertura brindaron con cerveza por un ave próspera y amable que ha hecho de la memoria su disciplina y su coraza.