Necesitaríamos a Hergé para perfilar un dibujo inteligible de este país a la vez difuso y dividido, e incluso entonces no sabríamos bien si la línea clara sirve para delimitar el perímetro o para cartografiar la fractura. Trasladando a su paisaje plano perplejidades alpinas, podríamos escribir que la Belgique n’existe pas, y también en este caso nos veríamos obligados a ofrecer una versión bilingüe para dar cuenta de esa grieta interior que hace su pervivencia un azar improbable y renovado. En estos tiempos balcánicos, la biblioteca de la Universidad de Lovaina, partida en dos entre Leuwen y Louvain-la-Neuve, serviría como símbolo en sordina de una escisión abrasiva que, si ha evitado las catástrofes sangrientas de otros escenarios europeos, tampoco puede ser descrita como un divorcio de terciopelo.
Charnela y campo de batalla de Europa, sede de las instituciones comunes y teatro en el que se han dirimido los proyectos de hegemonía del continente, este país de gótico civil y cementerios militares, cerveza parda y eurócratas grises, es también un artificio cultural que se sostiene sobre pintura flamenca y prosa francesa, con el toque surreal que le otorgan Magritte o Delvaux y la dimensión trágica que le añade haber conocido el corazón de las tinieblas en el Congo de Leopoldo. Hoy, aunque Bélgica acuñe monedas para celebrar el 75 aniversario de Tintín, este héroe francófono y ambiguo quizá represente menos el país que una pareja de irónicas géminis tenistas —la valona Justine Henin y la flamenca Kim Clijsters—, cuya jerarquía rival expresa bien el orgullo partido de una nación pequeña.
Enredado con España en un laberinto cortesano de armas y tapices que se extiende de Felipe el Hermoso hasta Fabiola, el país que desde 1831 se llama Bélgica comenzó a conformarse en un crisol de conflictos que tuvieron como protagonistas al Carlos V nacido en Gante, al Duque de Alba de los tercios de Flandes y al Alejandro Farnesio que, en pugna con Guillermo de Orange, cristalizó en 1585 un sujeto político tenazmente persistente. De ese tránsito histórico común provienen las afiladas cubiertas de El Escorial, fruto de la admiración por Brujas de Felipe II y Herrera, y la forma en que el monasterio reconcilia el clasicismo italiano y el gótico flamenco sirve como emblema de otros encuentros entre el Sur mediterráneo y el mar del Norte germinados en la pintura y las artes de la península.
El siglo XX ha sido más avaro en intercambios, y la arquitectura de Horta o Van de Velde llegaría de forma tan superficial como las imágenes filatélicas del Atomium de la Expo’58, la antimodernidad resistente de los AAM o el populismo participativo de Lucien Kroll. Entretanto, una nueva generación de refinado laconismo cosmopolita, forjada en las obras domésticas y en el diálogo inteligente con el arte, llega a la madurez de los encargos públicos. Podríamos fingir que su lenguaje escueto es testimonio del peso creciente de la herencia calvinista y republicana en su pugna con el catolicismo figurativo y monárquico; pero hay más sintonía con la hora unánime del mundo que pasión iconoclasta en estos arquitectos de identidad borrosa y línea clara.