Actualidad 

25 años después del 92

1992 - 2017

30/10/2017


Evocando los eventos

Expo de Sevilla, Juegos de Barcelona

Con la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, España tuvo en 1992 su annus mirabilis. Veinticinco años después, las dos ciudades han conmemorado el aniversario de los eventos con un cúmulo de exposiciones y actos. Ahora bien, si las celebraciones de la Expo han tenido una escasa repercusión fuera de la capital andaluza, todo lo organizado para recordar los Juegos ha sido objeto de una cobertura mediática excepcional, sin duda por su coincidencia con el desafío secesionista del gobierno catalán, que ha animado a enfatizar el fervor de los éxitos organizativos y deportivos que trenzaron el fulgor de Barcelona con el orgullo de España. Aquella inyección de autoestima fue también económica, y las colosales inversiones en ambas ciudades regeneraron por entero su tejido urbano con múltiples infraestructuras y edificios. Al cabo, la fiesta de Sevilla y Barcelona fue también una fiesta de la arquitectura, y tanto AV como Arquitectura Viva dedicaron números monográficos a las obras y proyectos en las dos ciudades, documentando las construcciones suscitadas por los eventos y adelantando una valoración de las transformaciones. Sumándonos a la celebración del aniversario de aquel momento mágico del país, nuestro sitio web ha reproducido la descripción de la ceremonia de inauguración de los Juegos que, con el título ‘La soledad del arquero’, publicó Luis Fernández-Galiano en El País, y en las páginas siguientes se vuelven a imprimir los textos introductorios de las monografías de AV dedicadas a la Sevilla de la Expo y a la Barcelona olímpica. En ambos casos, la presentación de las ciudades tiene un acento oximorónico que enreda el elogio con la cautela: en Sevilla, combinando el silicio futurista con la silicona mediática; y en Barcelona, contraponiendo el Ícaro insolente con el Icario hospitalario. Transcurrido un cuarto de siglo, que dramáticamente ha coincidido con el atentado terrorista en La Rambla barcelonesa, es apropiado recordar aquel momento de fulgor.

Silicio y silicona

Expo de Sevilla

En la Expo se confunden el silicio y la silicona. La isla de La Cartuja albergará durante seis meses un circo mágico que mezcla la tecnología de la imagen con la imagen de la tecnología, desdibujando los límites entre el conocimiento y la apariencia, la investigación y el espectáculo, los semiconductores y las prótesis. Cuendo la Expo finalice, la isla se convertirá en un parque tecnológico, aunque todavía no sabemos si se aproximará más al parque científico o al parque de atracciones; probablemente importa poco, siempre que el injerto prenda y el tejido social sevillano no rechace como un cuerpo extraño este apéndice técnico.

La oposición retórica entre California y Florida como futuros posibles del mediodía español olvida que en Florida han podido coexistir Cabo Cañaveral y Orlando; en California, Berkeley y Hollywood: a fin de cuentas, Silicon Valley no está muy lejos de la meca de la silicona. La dicotomía falaz entre la economía industrial y la economía de servicios no tiene en cuenta la fusión contemporánea de la producción y el espectáculo, que ha hecho de los científicos comunicadores y de los artistas empresarios.

Un proyecto tecnológico exige hoy un proyecto de imagen, y en el mundo de la imagen es imposible sobrevivir sin una sólida competencia técnica y organizativa. La industria del ocio reúne el silicio con la silicona, de la misma manera que la arquitectura de alta tecnología precisa tanto la microelectrónica que regula la climatización y las comunicaciones como los productos de sellado de juntas que permiten construir fachadas tersas: silicio, pues, y silicona; física y química de la imagen técnica.

La tecnología como espectáculo es quizá la clave arquitectónica de la feria. En esas postrimerías mediáticas del siglo, el poder elige representarse a través de la cosmética futurista de las construcciones efímeras. Su fiesta barroca, que ha transformado una posible feria de vanidades en una auténtica hoguera de vanidades, lamina la distinción para exaltar la diferencia; pero bajo esas diferencias aparentes que forman la sustancia de la representación —así es si así os (a)parece— la figuración técnica gobierna unánime la voluntad modernizante de la muestra.

Signifícativamente, la conmemoración del descubrimiento de América se ha deshuesado de cualquier núcleo castizo que pudiera ser duro de roer. No ya la aventura imperial, sino la dimensión hispánica y aun el idioma castellano figuran vergonzantemente, la modestia de la participación latinoamericana no se debe a resabios indigenistas, sino a su precaria condición económica: los enemigos ideológicos del V Centenario fustigan a un caballo muerto. Incluso la unidad española, que en 1929 se representó en Sevilla por un rotundo semicírculo, se propone hoy dubitativamente con un arco fragmentado de pabellones junto al agua, mientras las nacionalidades históricas proponen, 500 años después de la toma de Granada, refundar el Estado.

Tecnología y representación son en esta muestra los carriles por los que circula la experiencia del visitante, preparado siempre para la suspensión del recelo que exige la ficción, accesible sólo desde la minoría de edad que abre las puertas de la prestidigitación, la cabalgata y el fuego de artificio. Y artificio simbólico es, y de singular potencia, esta formidable campaña de imagen que persigue refundar amnésicamente la identidad española en su vértice geográfico más característico.

Ante la magnitud de la empresa palidecen las glosas arquitectónicas. Sin embargo, si hubiera que elegir una imagen de esta exposición, dudaría entre dos obras de Santiago Calatrava: el puente del Alamillo y el pabellón de Kuwait. El arpa gigantesca del puente —que los teleobjetivos superponen mágicamente con la Giralda— será para buena parte del público y de los sevillanos el símbolo que reúne la voluntad de modernidad, la ambición de escala y el esfuerzo en el terreno de las infraestructuras y las comunicaciones que la exposición ha expuesto.

Otra parte de los visitantes, seguramente menor, encontraremos en el pequeño pabellón articulado de un país que hizo arder un año las pantallas del mundo, la imagen genuina de la cultura contemporánea: esa doble fila de colmillos afilados, coronados por un bosque ligero de palmas que se cruzan un momento al levantarse como el arco de cimitarras de Sadam Husein en Bagdad, hablan simultáneamente de celebración y agresión, de apariencia y realidad, de anatomía y mecanismo, de biología y técnica: de silicona mediática y de silicio futurista.

Viaje a Icaria

Barcelona 92

Barcelona tiene poder. Como cantaba Peret en la rumba que cerró los juegos, Barcelona ha mostrado, con la transformación de la ciudad y la organización de los Juegos Olímpicos, sus muchos poderes. El poder de la inteligencia, el poder del trabajo y el poder del dinero han remodelado el tejido físico de la ciudad, han difundido su imagen en el mundo y han mejorado la autoestima de sus habitantes. Barcelona, Cataluña y España han vivido una gran fiesta que deja tras ella una ciudad renovada, algunas facturas y muchas expectativas.

La que ha sido durante quince días señora de los anillos se ha dotado de un nuevo aeropuerto, una elegante torre de comunicaciones y un cinturón de ronda que enlaza las cuatro áreas olímpicas y conecta la ciudad, abierta ahora al mar a través de la más importante de ellas, la villa que fue de los atletas y el nuevo puerto deportivo.

Barcelona, pues, tiene poder y confianza en el futuro. Mientras termina las dotaciones culturales que no llegaron a tiempo para la cita olímpica —el teatro, el auditorio y los nuevos museos— la ciudad se propone el desarrollo del litoral de Poblenou, con una superficie tres veces superior a la Villa Olímpica, y la prolongación de la Diagonal hasta el mar. En la euforia del éxito olímpico, y cuando todavía no se han cerrado las cuentas del billón de pesetas invertido, la capital catalana reclama la posición en España y en Europa a la que le da derecho su condición de ‘norte del sur’.

En el mundo incierto del final de siglo, los barceloneses han utilizado con talento y tenacidad la ocasión de los juegos para mejorar su posición competitiva. Los primeros desde el final de la Guerra Fría, en los juegos de Barcelona no han competido capitalismo y socialismo, sino más bien Nike y Reebok: han sido los juegos del dinero y del espectáculo, pero no muy diferente es el juego en el que participan las ciudades, un juego competitivo desde luego preferible a la destrucción ritual que resulta cuando se violan las reglas, y del cual hemos sido espectadores horrorizados e impotentes en Bosnia o en Croacia.

El izquierdismo romántico puede añorar que «la rosa de fuego» de los anarquistas de principios de siglo sea hoy una rosa de fuegos de artificio. Sin embargo, nadie puede reprochar a Barcelona que no haya asumido su papel con gran estilo. La pregunta retórica del Architectural Record, ‘Atlanta: can you top this?’, ha empezado a contestarse con la presentación en sociedad de la mascota de la ciudad sureña, famosa por Escarlata O’Hara, la Coca-Cola, la CNN y el pollo frito: los barceloneses que hayan comparado el indescriptible Whatizit con el Cobi de Mariscal han tenido que sentirse chauvinistas.

Una buena ilustración del talante ambiguo con que Barcelona se ha enfrentado al desafío urbano de los juegos es el nombre sentimental y cínico con que se ha bautizado la promoción inmobiliaria de la Villa Olímpica: Nueva Icaria. Adornar la mayor operación comercial y urbanística de la ciudad con las insólitas credenciales de un socialismo utópico francés que fundó en Illinois una colonia efímera, resulta tan desconcertante como el empeño en reconstruir los pabellones de Mies y Sert o en terminar la Sagrada Familia. La Icaria de la mitología griega, en todo caso, suministra mejores metáforas de Barcelona que la Icaria de Cabet.

Ícaro, hijo del arquitecto Dédalo, pereció al aproximarse en exceso al sol, que derritió la cera de sus alas: la tierra a la que el mar arrojó su cuerpo fue llamada Icaria. En ella viviría más tarde el héroe Icario, que recibió de Dioniso, en recompensa por su hospitalidad, el secreto del vino. Habiéndolo ofrecido a unos pastores, y cayendo éstos presos del sopor, sus compañeros, creyendo que los había envenenado, le dieron muerte.

Para algunos Barcelona es hoy un Ícaro insolente, engendrado por la imaginación y la técnica, seguro de sí y emborrachado de poder, que se acerca al sol más de lo que debiera. Para otros es un Icario hospitalario, que nos ha brindado espectáculos narcóticos, facsímiles de arquitectura y evasión ante los conflictos del mundo. Ícaro e Icario, hijo de Dédalo o alumno de Dioniso, ni la técnica ni la fiesta merecen un final tan severo como el que les atribuye la mitología. Barcelona es hoy una ciudad alada con una copa en la mano; pero sabrá protegerse del sol y de los pastores ignorantes. 


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