La expresión de Sir Paul McCartney se aplica bien a Lord Foster of Thames Bank. Si la música inspirada del antiguo chico de Liverpool es fruto del esfuerzo y de la armonía, la arquitectura rigurosa del que fuese un joven de Manchester se alimenta igualmente de la verosimilitud social y del equilibrio sereno de lo clásico. Humanista y visionaria, la obra de Foster es un gran legado del último tercio del siglo XX y, en contra de lo que pensaba cuando se inició esta monografía, también una promesa para las primeras décadas del XXI. Deslumbrados por la perfección técnica y el pulso innovador de sus edificios, con frecuencia omitimos lo que tienen de utopía social y aventura estética. Los contenedores abstractos y las pieles unánimes fueron ensayos industriales, pero también representaciones del igualitarismo democrático y manifestaciones artísticas de despojamiento; los esqueletos colosales y las cubiertas suspendidas eran desafíos mecánicos, pero asimismo monumentales escenarios colectivos y exaltación expresiva de las estructuras; y, por último, la levedad transparente y las curvas ingrávidas han sido logros constructivos, pero igualmente gestos de respeto a la memoria urbana y subordinación formal a los paisajes del planeta.
En los dibujos lacónicos de este zurdo tenaz se resumen admirablemente los rasgos invariables de su arquitectura: la agudeza analítica del diagnóstico; la contundencia formularia del tratamiento; y el refinamiento visual del resultado. De hecho, su obra —desde el remoto refugio de Cornualles, e incluso desde el inicial proyecto escolar— manifiesta tal consistencia argumental y tal continuidad sin fisuras que anima a considerarla como una sucesión de gestos de un autor sin edad, nacido con todas sus armas como Minerva de la cabeza de Júpiter, y eterno e impasible desde entonces. Los edificios de Foster, sin embargo, muestran en su secuencia una sutil gradación de aprendizaje y unos deliberados desplazamientos del énfasis que permiten verlos como eslabones de una trayectoria personal y como ilustraciones de un contexto social y político. Éste es el camino elegido en esta monografía, que al restar importancia al momento de terminación de las obras (clave para valorar su difusión e influencia, pero con frecuencia muy lejano de su concepción), y al ordenar los proyectos por sus fechas de comienzo, orquesta el trabajo de Foster en capítulos que permiten enhebrar algunas notas biográficas y añadir someras pinceladas de época.
Para conformar este relato modulado ha sido esencial la disponibilidad generosa de Norman Foster, la hospitalidad cordial de Elena Ochoa y la ayuda eficaz de innumerables miembros del estudio organizando visitas, explicando proyectos o preparando material gráfico y literario. Lo prolijo del esfuerzo seguramente no se advierte en lo magro del resultado, que a fuer de sintético ha debido omitir obras relevantes, describir otras con brevedad telegráfica y dedicar a muchas apenas algo más que una mención o un adjetivo. Esta voluntad de concisión me llevó a redactar el texto original en inglés, a fin de evitar los prolijos barroquismos del castellano, al cual traduje de viva voz la versión que aquí se imprime; el proceso ha hecho quizá los textos más informativos y precisos, pero seguramente a costa de su calidad literaria. Finalmente, he procurado que la amistad y la gratitud no interfieran en la naturaleza crítica de los textos: es algo que debo a un arquitecto que, en este momento cenital de su carrera, está abocado a elegir entre su compromiso con una oficina colosal y su compromiso con una trayectoria; entre su fidelidad a 500 empleados y su fidelidad a la obra; entre su responsabilidad empresarial y su responsabilidad histórica.