Opinión 

Una historia de violencia

Luis Fernández-Galiano 
31/10/2006


La arquitectura es una historia de violencia. Construye contra el pasado para proyectarse hacia el futuro, y entre esas dos pulsiones el presente se precipita sobre un panorama de escombros. Arrebatados por lo que Walter Benjamin llamaba el viento de la historia, y arrastrados en la dirección que señala la termodinámica ‘flecha del tiempo’, edificamos ejerciendo violencia sobre el entorno natural, la ciudad existente y la vida misma: violentamos el territorio con las cicatrices de las canteras y las talas, por no hablar del impacto de las grandes obras públicas o del efecto en el planeta del consumo bulímico de materiales, agua y energía; violentamos la urbanidad heredada con los medios técnicos que cada generación o cada época tiene de ventaja sobre la anterior, imponiendo las nuevas trazas sobre las antiguas en un áspero palimpsesto; y violentamos el propio curso pausado de los trayectos individuales y sociales con el estado de excepción de la obra, que trastoca los hábitos cotidianos con el confuso desorden de sus procesos.

Para construir debemos demoler: herir la tierra, fracturar los restos, aventar la memoria. Ese empeño indómito suscita una angustia que intentamos paliar con sostenibilidad compensatoria, anastilosis analgésicas e historicismos narcóticos. Pero no hay arquitectura sin destrucción, como no hay carpintero sin leñador ni cocinero sin matarife, y en esa condición violenta reside su grandeza culpable. Al cabo, el organismo construido requiere la mutación para acomodarse al cambio de forma no demasiado distinta al invertebrado que muda el exoesqueleto cuando éste dificulta el crecimiento, y sus cáscaras vacías no tienen otro destino que la descomposición y el reciclaje, roídas como ruinas vejadas por el tiempo y dócilmente entregadas a la cadena del flujo de información y de materia al que llamamos vida. Y acaso también, al igual que la conciencia exige el olvido para lograr sobrevivir en el presente, la arquitectura practica la gimnasia de la amnesia para evitar perecer bajo el peso grave de la memoria minuciosa.

Con todo, el ejercicio de la invención no anula el tiempo testarudo que Alberti describía como trastornador de las obras, ni la no menos tenaz inercia de la materia que guía la construcción por el camino de la persistencia. La ansiedad que nos mueve a congelar el curso de las cosas para detener la vida en su torrente resulta al cabo tan inerme como el impulso taumatúrgico que se propone domesticar esa corriente, separándola de sus querencias naturales: ni la historia convertida consoladoramente en un parque temático de sí misma ni la tabula rasa de la ambición demiúrgica pueden dar cuenta cabal de ese conflicto entre construcción y destrucción donde se coreografía el diálogo entre la memoria y el olvido. El pasado reside en el presente como el presente es un molde del futuro, y esa continuidad del devenir en el tiempo reúne la violencia traumática del cambio con la resistencia perezosa a la mudanza. «Soy un fue, y un será, y un es cansado»: el endecasílabo de Quevedo conviene al proyecto de arquitectura, y a su autor.


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