Clausurada la época de las grandes intervenciones, llega a España el tiempo de la cirugía menor. Si no todas las dolencias exigen operaciones a corazón abierto, no todas las demandas sociales requieren la construcción de grandes edificios: la salud ciudadana se conserva y promueve con atención primaria y arquitectura ambulatoria. Esta cirugía menor actúa sobre lo existente, reparando los daños para regenerar o modificar los usos y extender la vida de las construcciones, en circunstancias donde lo limitado de los medios técnicos y económicos obliga a multiplicar la destreza y aguzar el ingenio. Con el debido respeto a la vida que alienta en los restos patrimoniales, y obedientes siempre al precepto hipocrático —primum non nocere—, los arquitectos que se enfrentan a estos encargos menores saben a menudo transformarlos en logros mayores, porque no otra denominación merecen el talento y el esfuerzo cristalizado en ellos.

No hace falta extenderse en metáforas anatómicas para reconocer en las construcciones que han llegado hasta nosotros una vida latente que no merece la eutanasia, y cuyo deterioro no oculta tanto el acervo de memoria incorporado en sus fábricas como el caudal de energía depositado en sus materiales. Los restos del pasado almacenan en efecto una excepcional riqueza informativa y termodinámica, pero además otorgan a la construcción nueva que se injerta en la existente el atractivo intelectual del diálogo articulado entre generaciones, el desafío técnico de la compatibilidad entre materiales y procesos diferentes, y la seducción estética del contraste entre texturas y pátinas. Goya aseguraba que «el tiempo también pinta», y es evidente que su transcurso ‘también construye’, dotando al patrimonio, por humilde que sea, de una voz irreemplazable cuya desaparición empobrecería la construcción coral del entorno humano.

Esa superposición estratificada de intervenciones en el tiempo, y esa conversación entre lo nuevo y lo viejo que es también el diálogo fértil entre jóvenes y ancianos, nos hace conscientes de nuestra condición pasajera, ocupantes efímeros de un espacio que fue y será de otros. Pero podemos, como Quevedo, escuchar con los ojos a los que nos han precedido, haciendo que fecunden nuestro trabajo, porque «al sueño de la vida hablan despiertos». Reparando las injurias de los años, y aún sabiendo que «en fuga irrevocable huye la hora», esta arquitectura joven reúne la percepción casi elegíaca del transcurso del tiempo con la convicción vigorosa de que las construcciones del pasado son, como describió Miguel Hernández su cuerpo entregado a los cirujanos, árboles talados que retoñan, porque en ellos aún circula la savia de la vida: regenerar estas construcciones carnales es posible con cirugía menor, pero no cabe sin inteligencia mayor.


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