La modernidad entendía la ruptura como un valor indiscutible, pero un siglo de experiencias traumáticas nos ha hecho apreciar la continuidad. Frente a la tabula rasa de la utopía iluminada, que creía construir una ciudad nueva para un hombre nuevo y al cabo produjo pesadillas totalitarias en el ámbito urbano o el social, la defensa de la pereza testaruda de las formas y los hábitos posee, sobre su lógica ecológica y termodinámica, el atractivo reconfortante de lo gradual. Pocas cosas hay hoy tan fatigosas como las rutinarias provocaciones que, en el terreno del arte o de la arquitectura, procuran atribuirse el ajado vanguardismo asociado al ‘épater les bourgeois’ como divisa, cuando nadie se escandaliza ya por nada. Y aunque algunos arquitectos todavía intentan el ‘succès de scandale’ que otorga la ruptura violenta, la controversia pública y la visibilidad mediática, los mejores de ellos saben conjugar la continuidad contextual y la innovación creativa.
Este es el caso de tres obras recién terminadas por Herzog y de Meuron en Colmar, Madrid y Londres: tres proyectos que parten en su origen de construcciones existentes, y que los arquitectos reutilizan otorgando a las mismas una identidad renovada, de suerte que lejos de entenderse como incómodas restricciones a la libertad imaginativa, lo ya presente en el lugar se usa como estímulo que fertiliza e impregna la obra nueva. Así ocurre en Colmar, donde amplían el museo Unterlinden con un cuerpo deferentemente subterráneo que emerge frente al convento medieval con un pabellón que reconstruye la plaza histórica; así en Madrid, donde la sede del BBVA incorpora estructuras preexistentes para conformar un tejido apretado de bandas entre estrechos patios luminosos; y así también en Londres, donde la extensión de la Tate Modern utiliza los tanques de la central eléctrica para crear espacios de áspera seducción.
Pero si existe una continuidad esencial en las tres obras de los suizos en Francia, España y Gran Bretaña, manifiesta en el respeto a lo ya construido y al entorno urbano, también se usan las tres como laboratorio de experiencias materiales y estéticas: las grandes fachadas mudas de ladrillos rotos en Colmar, contemporáneas y arcaicas a la vez, en sintonía con la escultórica escalera de hormigón, las cubiertas de cobre o los solados de arenisca; las celosías leves y monumentales de Madrid, que encierran el recinto y se extienden como logos del conjunto hasta la delgada pantalla ovoide que se levanta sobre esta casba bancaria; y los encajes translúcidos y cerámicos de Londres, que revisten la torre torsionada cuyo volumen memorable dibuja la nueva imagen del museo en el perfil urbano. Tres obras ejemplares en su inteligente interpretación de la continuidad, y ejemplares también en su deslumbrante ejercicio de invención.