Un tiempo convulso
Las catástrofes climáticas y las convulsiones sociales han sido el telón de fondo de un año arquitectónico marcado por la pérdida de numerosos maestros.
Este ha sido un año de catástrofes naturales y cataclismos sociales. Desde los ecos del tsunami del Índico hasta el terremoto de Cachemira, pasando por el huracán caribeño que destruyó Nueva Orleans, la violencia de los elementos ha hecho reflexionar sobre el cambio climático; y en España el incendio del edificio Windsor en Madrid y el hundimiento del barrio del Carmelo en Barcelona han obligado a pensar sobre la fragilidad de nuestras ciudades. En el terreno político y social, la tragedia interminable del próximo Oriente (con el conflicto sangriento de Irak, la inestabilidad de Irán o Líbano, y la incertidumbre de Israel y Palestina sin Sharon ni Arafat) entra en sintonía con el desgobierno de la superpotencia americana, embarcada en un viaje sin destino de agresión militar y cárceles clandestinas, y la impotencia de una Europa que, tras rechazar su constitución y en una crisis de liderazgo de la que sólo parece salvarse la novata Merkel, se ha visto golpeada por el terrorismo islámico en Londres, la ira de los marginados en los barrios periféricos de Francia y la desesperación de los inmigrantes ilegales en las ciudades españolas de África.
Las catástrofes climáticas y las convulsiones sociales han sido el telón de fondo de un año arquitectónico marcado por la pérdida de numerosos maestros.
Por lo demás, la arquitectura continuó su trayecto en piloto automático, cada vez más espectacular y más ensimismada, utilizando los grandes eventos expositivos y deportivos como combustible para la remodelación urbana. De ahí la importancia de la pugna por los Juegos Olímpicos de 2012, que la ciudad de Madrid —inmersa en una profunda transformación con el soterramiento de la autovía que circula junto al río Manzanares— no pudo ganar, haciendo un digno papel tras la vencedora Londres y la insistente París, y pasando por delante de dos metrópolis imperiales, la Nueva York mártir del 11-S y la Moscú de Putin; todo ello mientras Valencia prepara la Copa América de 2007 y Zaragoza la Expo del Agua de 2008, que han generado numerosos concursos y proyectos. En el mundo, el año vio la celebración de la Exposición Universal de Aichi, donde fue protagonista el pabellón español, realizado por Zaera y Moussavi con hexágonos cerámicos, y del congreso trienal de la UIA, que en Estambul concedió su medalla al japonés Tadao Ando.
El incendio del Windsor y la devastación de Nueva Orleans evidenciaron la vulnerabilidad de la ciudad
En un año marcado por la muerte en directo del papa Juan Pablo II, la arquitectura tuvo que lamentar la desaparición de muchos maestros, aunque casi todos habían abandonado hace tiempo el escenario: Philip Johnson, el gran árbitro de la escena neoyorquina; Ralph Erskine, el británico-escandinavo pionero de la ecología y la participación; Kenzo Tange, que usó la técnica para construir los símbolos del Japón de la posguerra; Giancarlo de Carlo, el italiano humanista y comprometido que era el último superviviente del Team X; Fernando Távora, maestro de Siza y fundador de la modernidad portuguesa; James Ingo Freed, el socio de I.M. Pei que diseñó el Museo del Holocausto en Washington; o Constant, el escultor holandés autor de la Nueva Babilonia. Además de los nuestros, desde Francisco de Asís Cabrero, autor de la sede de Sindicatos, que hizo arquitectura fascista y racional, y hasta el sevillano Manuel Trillo, el alicantino Juan Guardiola o el madrileño Javier Feduchi, miembro de una saga ilustre de arquitectos y diseñadores de mobiliario.
El norteamericano Philip Johnson (a la derecha, la Glass House de 1949) y el japonés Kenzo Tange (arriba, la megaestructura en la Expo’70 de Osaka, su epílogo metabolista) fueron dos de las figuras desaparecidas en el año.
El premio europeo Mies fue concedido a Rem Koolhaas por la embajada de los Países Bajos en Berlín (izquierda); por su parte, el Pritzker recayó en el californiano Thom Mayne (abajo, el edificio Caltrans en Los Ángeles).
Lo mismo cabe decir de la pedrea de los premios, que celebraron casi siempre carreras o construcciones destacadas sin abrir caminos diferentes a la exaltación del autor y la obra. Así el Pritzker consagró a un californiano enragé y sexagenario, Thom Mayne, y el japonés Imperiale distinguió apropiadamente al compatriota autor de la reforma del MoMA, Yoshio Taniguchi; las medallas de oro anglosajonas coincidieron en premiar la arquitectura ingenieril, recayendo la del RIBA en el alemán Frei Otto y la del AIA en el valenciano Santiago Calatrava; el holandés Rem Koolhaas recibió el Mies por la embajada de su país en Berlín, y el catalán Enric Miralles obtuvo póstumamente, por el Parlamento de Escocia —completado por su viuda, Benedetta Tagliabue—, el galardón de la Bienal española y el Stirling británico; por último, el Premio Nacional español correspondió a Guillermo Vázquez Consuegra por el paseo marítimo de Vigo, y el FAD, ahora con dimensión ibérica, a Eduardo Souto de Moura por los hormigones atléticos del estadio de Braga.
El pabellón de España en Aichi (derecha), obra de FOA, fue tan mediático como la torre Agbar de Nouvel en Barcelona o la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Calatrava en Valencia, que se completó con un gran auditorio.
La Art Review publicó su lista anual de las cien personas más influyentes en el mundo del arte, y en esta ocasión la relación incluía cuatro firmas de arquitectos: los suizos Herzog y de Meuron, que tras estrenar la neumática Allianz Arena en Múnich han inaugurado sendos museos en Estados Unidos, el Walker Art Center en Minneapolis y el Museo De Young en San Francisco; el genovés Renzo Piano, que además de terminar el Zentrum Paul Klee en Berna ha concluido la ampliación del High Museum of Art en Atlanta; el ya mencionado Koolhaas, que ha abierto una tienda de Prada en Los Ángeles y una colosal Casa da Música en Oporto; y la anglo-iraquí Zaha Hadid, que ha completado obras en Wolfsburg y Leipzig. Edificios celebrados, que se unen al memorial del Holocausto de Peter Eisenman en Berlín, el pabellón de Frank Gehry en el Millennium Park de Chicago, la Feria de Milán de Massimiliano Fuksas, y las obras españolas de Jean Nouvel en Madrid y Barcelona, para componer un bodegón de excelencia o de fatiga donde también figuran algunas grandes obras de la península o los archipiélagos, desde el Palacio de las Artes de Calatrava en Valencia hasta el Palacio de Congresos de AMP en Tenerife. El capítulo de aniversarios y eventos fue reiterativo y previsible. El año de Einstein fue también el de los cuatrocientos años del Quijote, que provocaron un sinnúmero de hiperbólicas celebraciones oficialistas, sin otro fruto arquitectónico que el homenaje al manchego universal Miguel Fisac; los centenarios de Albert Speer y Juan O’Gorman, dos arquitectos de extraordinaria y antitética dimensión política, pasaron más inadvertidos que el de Las Vegas, lo que indica algo acerca de la temperatura ideológica de los tiempos; y es quizá también sintomático el escaso esfuerzo de conmemoración suscitado por el medio siglo de Hiroshima, una sima histórica que rehúye la piedad y el perdón. Ha sido un año memorioso y amnésico, anestesiado y convulso, tan trágico por las catástrofes experimentadas como por la sensación de pérdida de rumbo en la gobernanza de este planeta vulnerable.