La economía coloniza el lenguaje, y las casas hoy son propiedades. Desde los suplementos inmobiliarios de los diarios a los reality-shows residenciales, en las viviendas se depositan los ahorros y los sueños, para hacer de la casa la gran aspiración de una familia y la gran inversión de una vida. La solidez física y financiera que la casa promete, sin embargo, no resulta avalada por los datos. Como documenta The Economist en su informe ‘Bricks and slaughter’, la que muchos consideran la inversión más estable es, por el contrario, inherentemente insegura, frágil y volátil. La dimensión del riesgo proviene del descomunal tamaño del sector —hay mucho más ahorro depositado en vivienda que en acciones o fondos de pensiones—, de su elevado nivel de endeudamiento y de los mecanismos perversos que acentúan los ciclos de expansión y desplome, tanto en los bancos que conceden las hipotecas como en los particulares que consideran la vivienda a la vez consumo e inversión.
Si el ciclo inmobiliario no ha sido nunca un círculo virtuoso, la última burbuja alcanzó cotas históricamente inauditas, y su estallido dañó significativamente el sistema financiero que soporta estas arquitecturas de la deuda, cuya capacidad tóxica llega al paroxismo cuando los créditos —como ha sido tan frecuente en España— lo son a promotores sin otra garantía que un suelo de valor incierto. Pero pese a la constatación de lo letal del endeudamiento, la propiedad sigue ejerciendo su equívoca fascinación sobre unas poblaciones que ven en la casa, más allá del alojamiento escueto y funcional, un espacio de expresión individual, una herramienta de afirmación social y un instrumento de inversión financiera. Por más que el cálculo racional aconseje el alquiler, la propiedad es mayoritaria desde España o Gran Bretaña hasta Estados Unidos o China; sólo países como Alemania y Suiza tienen hábitos sociales y prácticas institucionales que han hecho a la mayoría preferir la vivienda en alquiler.
Al final, la decisión de comprar una casa es en buena medida emocional, y la atracción de singularizarla y disfrutarla se enreda inextricablemente con la apuesta inversora, un apetito por el riesgo que alimenta todas las burbujas especulativas. Un veterano observador de las mismas, Robert Shiller, asegura que se asemejan al sexo, porque atraen con la misma combinación de peligro y placer, de manera que hasta los más reacios acaban sucumbiendo. Esto es afortunado para los arquitectos, cuya actual travesía del desierto inmobiliario ha de conducir a la tierra prometida de la próxima burbuja. Mientras llega (y se hará esperar, porque hay un formidable stock edificado pendiente de drenaje), y mientras no nos decidamos a construir ciudades densas y sostenibles, huyendo de los exurbios donde se levantan tantas casas prescindibles, las que aquí publicamos aspiran al clasicismo en sordina de la congruencia de las partes con el todo, y buscan a Dios en los detalles. Ojalá lo encuentren.
Luis Fernández-Galiano