Sociología y economía 

Un sismo en el sistema

El año festivo de la Expo de Zaragoza y los Juegos de Pekín fue al final el año ominoso de una crisis financiera que provocó un colapso económico global.

Luis Fernández-Galiano 
30/04/2009


Iba a ser el annus mirabilis de la China olímpica, y terminó siendo el annus horribilis del capitalismo liberal. Apenas clausurados los Juegos de Pekín, un terremoto financiero con epicentro en Nueva York causó un pánico bancario sin precedentes por su escala y extensión, derrumbando los mercados bursátiles y obligando a los gobiernos a rescatar las entidades en crisis mediante la inyección de sumas ingentes de dinero, lo que no impidió la quiebra de grandes bancos como Lehman Brothers o de países enteros como Islandia. La catástrofe financiera provocó de inmediato una recesión económica, y los planes de rescate proyectaron la sombra de una crisis fiscal, poniendo al sistema del capitalismo liberal al borde del precipicio: desbordando los límites de una crisis cíclica, el sismo originado en las economías centrales se extendió hasta los países emergentes, situando al planeta en la frontera de un colapso sistémico, agravado por la ausencia de liderazgo en la superpotencia estadounidense, donde la elección de Obama en noviembre fue una luz de esperanza en un año de tiniebla.

En Pekín, el icono de los Juegos Olímpicos fue el extraordinario estadio en forma de ‘nido de pájaro’, una colosal madeja de acero diseñada por los suizos Jacques Herzog y Pierre de Meuron con el artista chino Ai Weiwei. 

El detonador de la crisis fueron las hipotecas basura, que afloraron con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, provocando un des-plome del sector de la construcción que fue más agudo en los países —como España—donde el boom había alcanzado cotas más altas. Esta depresión inmobiliaria colorea en gris un año arquitectónico que tuvo su centro cordial en dos eventos festivos, los Juegos Olímpicos de Pekín y la Expo del Agua en Zaragoza. En la capital china se desarrolló un colosal espectáculo planetario que dejó tras de sí el extraordinario ‘nido de pájaro’, el estadio diseñado por los suizos Herzog & de Meuron con el artista Ai Weiwei como una titánica madeja de acero; las piscinas concebidas como un ‘cubo de agua’ por la firma australiana PTW; y el aeropuerto ejecutado por el británico Norman Foster, cuya elegante levedad no le impide ser la mayor construcción del globo. En la capital aragonesa, por su parte, una exposición internacional sobre el agua y el desarrollo sostenible —aunque también vinculada al segundo centenario de la Guerra de la Independencia, de cuyo inicio Zaragoza fue protagonista—produjo, entre el habitual turbión de construcciones efímeras, algunos edificios singulares, del pabellón-puente de la anglo-iraquí Zaha Hadid al palacio de congresos de los madrileños Nieto y Sobejano, y una obra excepcional, el pabellón de España, materializado como un bosque lírico y exacto de columnas cerámicas por el navarro Francisco Mangado.

Las urgencias financieras y las tensiones sociales creadas por el incremento del paro robaron los focos de atención a la crisis climática y energética —el petróleo llegó a alcanzar los 150 dólares por barril, para desplomarse a fin de año hasta los 40—, pero el tobogán económico no alteró el progresivo deterioro ecológico del planeta, un desafío histórico para la humanidad que reclama una gobernanza global de los recursos y, en el terreno de la arquitectura, un énfasis renovado en la sostenibilidad. Pocas obras expresan mejor esta actitud que la California Academy of Sciences, cons-truida por Renzo Piano en San Francisco con una cubierta verde y ondulante que es todo un manifiesto ético y estético, en un año del que el genovés fue también protagonista por su medalla de oro de la AIA y sus proyectos en Ron champ y de ampliación del museo Kimbell, en diálogo con Le Corbusier y Louis Kahn.

La solitaria capilla de Zumthor en Mechernich, las moles oscuras de Mazzanti en Medellín, el manifiesto sostenible de Piano en San Francisco y la grieta de Perrault en Seúl estuvieron entre las mejores obras del año. 

Otros nombres propios del año fueron los del francés Jean Nouvel, que recibió el premio Pritzker en Washington y terminó un auditorio en Copenhague; el suizo Peter Zumthor, que obtuvo el Praemium Imperiale e inauguró una emocionante capilla en Mechernich; el mexicano Teodoro González de León, que recibió la medalla de oro de la UIA en su congreso de Turín y terminó un museo de arte en el Distrito Federal; el santanderino Juan Navarro Baldeweg, que fue galardonado con el oro español y remató en Madrid el Teatro del Canal; y el californiano Frank Gehry, homenajeado con el León de Oro en una decepcionante Bienal de Venecia y centro de una áspera polémica —más virulenta que la originada por los proyectos de Foster y Hadid en La Meca— con su Museo de la Tolerancia en Jerusalén, centro simbólico de un Oriente Próximo que volvió a incendiarse en diciembre con la invasión de Gaza. Obras destacadas fueron también la topográfica ópera de Snøhetta en Oslo, la biblioteca de Giancarlo Mazzanti en Medellín, las universidades de Grafton en Milán y de José Cruz Ovalle en Santiago de Chile, el puente de Santiago Calatrava en Venecia, el museo de Nieto y Sobejano en Moritzburg y dos grandes realizaciones en Seúl y Luxemburgo de un Dominique Perrault que vio su carrera homenajeada con una gran exposición en el Centro Pompidou.

En España, los éxitos deportivos del año no tuvieron un correlato arquitectónico, y los edificios más celebrados fueron, además de la Ciudad de la Justicia de David Chipperfield en Barcelona, museos como el de Herzog y de Meuron (que también ganaron el concurso para la sede del BBVA en Madrid) en Tenerife y los de Rafael Moneo o Guillermo Vázquez Consuegra en Cartagena, y bodegas como la de Richard Rogers en Peñafiel; pero la culminación más esperada fue la de las cuatro torres levantadas en el norte de la capital por Henry Cobb, César Pelli, Rubio y Álvarez-Sala, y Norman Foster, entre las cuales se puso también la primera piedra del Centro de Congresos diseñado en forma de rueda por Mansilla y Tuñón, que ganaron por cierto el concurso para la pieza central de la Ciudad del Medio Ambiente de Soria con una propuesta de base esférica. Estos remates de altura dieron el contrapunto a un ejercicio en el cual la crisis del crédito desencadenó una epidemia de cancelación de proyectos de rascacielos, desde Estados Unidos —donde afectó a Calatrava en Chicago y a Nouvel en Nueva York— hasta Rusia, donde Foster vio desvanecerse su torre moscovita, y los propios emiratos del Golfo, que no resultaron inmunes a la recesión.

Por lo demás, el curso que celebró los centenarios de Jorge Oteiza y Max Bill o los 500 años de Palladio homenajeó asimismo a Paul Rudolph al hilo de la restauración y amplia-ción de su Escuela de Arquitectura en la Universidad de Yale, perseveró en el culto a Le Corbusier con un copioso conjunto de publicaciones y eventos, y lamentó la inevitable lista de desapariciones, encabezada por dos maestros parcialmente malogrados, el gran danés Jørn Utzon —al que recordaremos por la ópera de Sidney y la iglesia de Bagsvaerd—y nuestro Fernando Higueras —inseparable ya de la mítica ‘corona de espinas’— y en la que también figuran los arquitectos Walter Netsch, Nader Khalili, Joaquim Guedes, Federico Barba Corsini o Matilde Ucelay, el crítico Martin Pawley, los editores Andreas Papadakis y Gustavo Gili, los ingenieros de caminos y empresarios José María Entrecanales y Rafael del Pino, así como el ex-alcalde de Benidorm y pionero del urbanismo turístico Pedro Zaragoza: un defensor de los rascacielos el año que estos vivieron su agonía y su éxtasis, condenados como emblemas del capitalismo irresponsable y celebrados en su último hurra antes de la debacle inmobiliaria y financiera.

Dentro de España, Madrid celebró la terminación de las cuatro torres del norte de la ciudad, en diálogo con las inclinadas de KIO; Tenerife, un centro de arte de Herzog y de Meuron; y Barcelona, la Ciudad de la Justicia de Chipperfield. 


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