David Chipperfield tiene un corazón disciplinado. Como el casi homónimo personaje de Charles Dickens, se esfuerza tenazmente en templar su sensibilidad con rigor; pero a diferencia de David Copperfield, el arquitecto ha disciplinado el corazón desde el comienzo de su Bildungsroman profesional. Asociado en sus primeros compases londinenses a la revista y galería 9H (alojada en los bajos de su estudio, y cuyo nombre remite, como es sabido, a las minas de lápiz más duras) el joven Chipperfield se dio a conocer a mediados de los años ochenta con una tienda para Issey Miyake en Sloane Street que combinaba la sensualidad táctil de los materiales con la depuración disciplinada de su geometría. En aquel momento de fervor historicista y postmoderno, la moda ofrecía un espacio a la disidencia, y Chipperfield —que se había formado en la experimental Architectural Association y en los estudios refinadamente tecnológicos de Richard Rogers y Norman Foster— usó la tienda de Miyake como un manifiesto de resistencia miesiana.
Por aquel entonces, sus propios mentores Rogers y Foster tenían dificultades para ser aceptados en un Londres dominado por la influencia tradicionalista del Príncipe Carlos, pero Chipperfield tuvo la fortuna de obtener varios encargos en el Japón de la burbuja inmobiliaria, y durante el tránsito de los ochenta a los noventa construyó allí tres edificios —el Museo Gotoh en Chiba, la sede de Toyota Auto en Kioto y las oficinas centrales de la Matsumoto Corporation en Okayama—que se sitúan en la estela formal y matérica de Tadao Ando, utilizando el hormigón para expresar la continuidad urbana y arquitectónica entre lo existente y lo nuevo, un rasgo que desde entonces caracterizará testarudamente su trabajo.
Esta fusión templada de tradición e innovación —unida a la influencia del fundamentalismo y la inspiración vernácula de la Tendenza italiana—, se manifiesta ejemplarmente en el Museo Fluvial y del Remo, dos galpones palafíticos al borde del Támesis que evocan los graneros de Oxfordshire con formas, materiales y detalles exquisitamente elementales, terminados en 1997; y se manifiesta aún más en su propia casa de vacaciones frente al Atlántico gallego, iniciada por esas fechas, donde las citas amables de Álvaro Siza se integran con naturalidad en el frente marítimo de un pueblo pesquero para conformar un recinto, diminuto en las medidas exactas e infinito en las vistas generosas, que se pone al servicio de la vida familiar junto al océano; pero aquel año sería especialmente importante en su trayectoria por el triunfo en el concurso para la restauración del Neues Museum de Berlín, un encargo que lo vincularía íntimamente con esa ciudad —donde abriría un despacho mayor que el de Londres— y con la propia Alemania.
Chipperfield ya había construido en Berlín una vivienda de ladrillo que constituía un sofisticado homenaje a las casas Esters y Lange, realizadas por Mies a finales de los años veinte, pero el Neues era un empeño de una dimensión y complejidad muy diferentes. Construido por un discípulo de Schinkel en la Museumsinsel a mediados del XIX, y parcialmente destruido durante la II Guerra Mundial, su restauración planteaba problemas metodológicos y políticos —por no hablar de los sentimentales y simbólicos— que Chipperfield abordó recurriendo a las bases disciplinares de la arquitectura, pero también a procedimientos usados hasta entonces sólo en la restauración de obras de arte. Reconstruir un edificio como se restaura un cuadro es ciertamente lento, prolijo y costoso; sin embargo, el éxito de crítica y público que saludó su terminación en 2009 hizo ver que el esfuerzo había merecido la pena: los alemanes habían recuperado una obra emblemática, enriquecida por las huellas del tiempo y las cicatrices de las catástrofes históricas, y el arquitecto había alumbrado un nuevo método para intervenir en el patrimonio, que ha hecho de éste su proyecto más celebrado.
Durante los doce años empleados en el proyecto y la obra del Neues Museum, Chipperfield incrementó su presencia en Alemania, con edificios empresariales como el Centro de Servicios Ernsting; comerciales como la torre del Hotel Empire Riverside; o institucionales como el Museo de Literatura Moderna en la localidad natal de Schiller, con unos monumentales pórticos que insertan en el paisaje su clasicismo en sordina, y cuya admirable adecuación de carácter le harían merecer el premio Stirling. En el mismo Berlín, y enfrente del Neues, al otro lado del canal que limita la Isla de los Museos, ha construido una imponente galería de arte de cálidos materiales y abstracta composición de fachada, desde cuyos generosos ventanales puede verse el nuevo frente del conjunto museístico, con el gran pórtico, también diseñado por Chipperfield, que corre paralelo al canal y alberga la nueva organización de los accesos y servicios: todo ello con el lenguaje depuradamente clasicista del Museo de Literatura, que en Berlín se funde sin solución de continuidad con los grandes edificios pétreos del siglo XIX para formar un paisaje emocionante y disciplinado.
Convertido en un arquitecto global, David Chipperfield ha tenido la oportunidad de construir en Italia, en emplazamientos tan singulares como la laguna veneciana, donde amplía con severos patios y pórticos el paisaje onírico del cementerio histórico de San Michele, o tan difíciles como la periferia de Salerno, donde construye con hormigón prefabricado y agregado de terracota un Palacio de Justicia fragmentado en piezas que se maclan; en Estados Unidos, con dos obras en Iowa, un cristalino museo de arte al borde del Mississipi y una biblioteca pública de planta estrellada que se funde con un parque de la capital Des Moines, y la reflectante ampliación del Museo de Anchorage, que alberga en la capital de Alaska el Centro de Estudios Árticos; e incluso en China, con el Museo de la Cultura Liangzhu en Hangzhou, cuatro secos prismas de travertino que guardan las piezas de jade de esta cultura neolítica, y el insólito conjunto residencial Ninetree Village en la misma localidad, sostenido por una elegante disposición de muros de carga y cerrado por una fachada vibrante de listones de madera.
De este itinerario no ha estado excluida la España de sus vacaciones familiares, donde ha completado obras como las viviendas sociales de Villaverde, una pieza escultórica de aleatorio ritmo musical e intenso cromatismo; la estupenda y escueta remodelación del Paseo del Óvalo en Teruel, con la gran alfombra de piedra y el portón de cortén que conducen a los ascensores empotrados en la escarpa de la ciudad medieval; la colosal Ciudad de la Justicia de Barcelona, que lleva al extremo las ideas de Salerno para componer un formidable bodegón de prismas impávidos con el sutil cromatismo arenoso de Morandi; o el edificio ‘Veles e Vents’ de Valencia, que sirvió de pabellón y tribuna para la Copa América de 2007, y que proyecta sobre el puerto y los veleros una secuencia de bandejas en voladizo de exacta regularidad y blancura mediterránea.
Pero este inglés tan extraterritorial ha acabado también siendo aceptado en su propio país, y tras completar el minucioso anonimato industrial del taller de Antony Gormley en Londres o la riqueza espacial aterrazada del prisma levantado en Glasgow como sede de la BBC en Escocia llegarían los reconocimientos: la Royal Academy en 2008, el título de Sir en 2010 y la Medalla de Oro del RIBA en 2011, un año que le vería también culminar dos pequeños museos asociados a artistas británicos —el de Barbara Hepworth en Yorkshire y el que recuerda a William Turner en Kent— y recibir el Premio Mies por el Neues Museum. En 2012 dirigiría la Bienal de Arquitectura de Venecia, y en 2013 obtuvo el Praemium Imperiale, pero hubo que esperar hasta 2023 para que el Premio Pritzker reconociera su excepcional trayectoria. El lápiz de grafito extra duro ha recorrido un largo camino, y el corazón disciplinado de este inglés que es ya un poco germánico y un mucho latino —casado como está con una argentina cálida y extrovertida— dirige oficinas en Londres, Berlín, Milán y Shanghái, con proyectos por todo el planeta, practicando una arquitectura que sabe operar magistralmente dentro de los límites que impone la continuidad: la continuidad del entorno construido, pero también la continuidad de la vida de las gentes.