Un director puede plasmar la ciudad como telón de fondo, pero también puede hacer de ella un personaje esencial de sus narrativas fílmicas. Recuerdo la presencia lejana e inquietante del Estocolmo de las primeras películas de Ingmar Bergman, lo mismo que Tokio se cuela en los interiores de las hipnóticas creaciones de Yasujiro Ozu. O Nueva York, que palpita con fuerza en cada fotograma de las odas que Martin Scorsese hace a su ciudad natal, del mismo modo que Berlín musita su lírico e inmortal soliloquio en las películas de Wim Wenders. También puedo incluir el cautivador canto a Roma de Paolo Sorrentino, en el que protagonista y urbe están tan trabados que es imposible separar uno de otra...[+]