Gracias al azar y la cortesía de unos amigos, durante mi última visita a Madrid acabé entre una multitud de entregados seguidores de Joan Manuel Serrat. De repente me hallé en una magnífica butaca como un admirador más del poeta y músico del Pueblo Seco que durante casi seis décadas ha iluminado nuestros anhelos, vivencias y tribulaciones. Olas de emoción sacudían a los miles reunidos esa noche de celebración en el Palacio de Deportes. Aplausos y besos al aire culminaron el concierto de despedida que Serrat ofrecía esa noche a Madrid, una ciudad que siempre lo ha acogido con brazos abiertos y un corazón apasionado y grande como la Península. Tras concluir la velada con una enérgica interpretación de Fiesta, Serrat se despidió humildemente de un público en pie, dio media vuelta y abandonó el escenario. Pero en el momento justo en que la gran cortina de terciopelo se corría, se giró y nos envió un guiño como un relámpago vivaz. Recordé a Leonard Cohen cuando en su última conferencia de prensa aseguró a todos los presentes con un gesto similar que para él no había último acto, ya que su intención era vivir para siempre.
Y así será también para Serrat, cuyo extenso repertorio ha nutrido a tres generaciones y nutrirá a muchas más por venir. No puede ser de otra forma, ya que sus composiciones intemporales deslumbran con su arquitectura tierna y esencial. Composiciones que reflejan las mudanzas del corazón en el empeño de cada uno por forjar su destino. Recordemos Paraules d’amor (1969), donde Serrat transforma las aflicciones del amor adolescente en un recuerdo de sublime belleza. O el magnífico Romance de Curro el Palmo (1974), hermosamente interpretado en esta ocasión, y que he admirado desde la primera vez que escuché su inigualable comienzo: «La vida y la muerte / bordada en la boca / tenía Merceditas / la del guardarropa…». Una canción que emociona en su economía lírica, que perfila una serie de ‘personajes’ y revela una historia exquisitamente compuesta y liberadora. (Antonio Vega llevó esta canción a otro nivel con su incomparable versión de 1995).
Ah, pero hay tantas otras canciones imborrables de Serrat: Penélope, Por las paredes, La paloma, Canción última, Pueblo blanco, De cartón piedra, Lucía, Del pasado efímero, Tío Alberto, Pare, Piel de manzana… y esa construcción inmortal que es Mediterráneo (1971).
Recuerdo que, al oírla por primera vez, transformó en un instante la inmensidad del Pacífico de mi niñez en Costa Rica en un mar íntimo, en un mar familiar. Y es aquí donde reside la magia de Serrat: cómo al dar forma a una canción o a un poema lo vuelve familiar y estremecedor en su ráfaga universal. Cuando lanzó su trascendente álbum Miguel Hernández (1972), toda Iberoamérica tembló con el fervor contagioso de la libertad. Serrat desató la fuerza telúrica del poeta de Orihuela para recordarnos que las cárceles miserables que enjaularon al poeta nunca lograron suprimirlo o silenciarlo. Porque Serrat, como Hernández, entiende que el amor y la libertad son las alas inmortales de la vida, que suben y bajan como en el resplandeciente poema ‘La boca’: «El labio de arriba el cielo / y la tierra el otro labio».
Mil y un gracias, Joan Manuel.