Con ocasión de la entrega a Peter Zumthor del Premio Pritzker 2009 en Buenos Aires, el embajador de los Estados Unidos en Argentina dio una recepción en su honor. En los brindis, Zumthor le dio las gracias y terminó su intervención reconociendo que se sentía feliz de ser honrado por un país cuya última gran contribución a la cultura mundial había sido Bob Dylan. Con ello, Zumthor lanzaba un reproche no demasiado sutil al representante de una nación que, en aquel momento, estaba metida hasta el fondo en la nefasta guerra de Irak.
Entonces hubiera sido difícil estar en desacuerdo con Zumthor, como también hoy con la noticia de que Bob Dylan ha sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Para los muchos que han sido fieles seguidores de la carrera firme e impredecible del artista de Hibbing, Minnesota —una carrera que se extiende por más de cinco décadas—, la noticia viene con mucho retraso y es al mismo tiempo oportuna. Llega a un país, los Estados Unidos, sumergido en una nueva tempestad de contradicciones, de luchas para reorientar su brújula interior en una campaña presidencial larga y tensa. Es un testimonio de la relevancia de Dylan como un artista cuyos textos siguen siendo hoy tan inquebrantables como el día en que se escribieron. Del mismo modo en que volvemos a las obras de Homero, Shakespeare, Rimbaud o Vallejo —poetas que dieron cuenta de las debilidades y aspiraciones de sus respectivas épocas—, la poesía de Dylan ha penetrado en la cultura estadounidense con su conciencia punzante, su integridad y su agudeza. Es un artista consumado en el más amplio sentido de la palabra, un artista cuya importancia va más allá de la música para dejar un legado de una fuerza lírica asombrosa. Dylan atraviesa el pasado, el presente y el futuro para desplegar una historia turbulenta aunque emocionante llamada ‘América’, la versión actual del concepto, tan ponderado como difícil de alcanzar, de la ‘Tierra Prometida’.
Consideremos, por ejemplo, una de las canciones más extraordinarias de Dylan, Blind Willie McTell, de 1983, una canción que el compositor decidió no sacar en el último momento. Es una pieza que, más allá de su tonalidad perfecta y su rica textura, resulta sublime, como sublimes son otras como John Brown, Visions of Johanna, Seven Curses, Workingman’s Blues #2, Foot of Pride y Love Minus Zero / No limit, canciones a las que recurro con frecuencia en un seminario en el que, verso a verso, enseño a los estudiantes la compleja estructura que hay tras estas piezas. Dylan es un maestro que construye a través de imágenes un ámbito espacial que no sólo se mide por capas de tiempo, sino también involucrando a todos los sentidos en la experiencia de sus canciones. El delicado aunque brutal paisaje delineado en Blind Willie McTell es para nosotros un mundo donde vemos lo que el bluesman ciego no puede ver, aunque sea capaz de transformarlo, transfigurarlo y revelarlo mediante un tacto luminoso y omnisciente. La canción resulta devastadora por la apremio deliberado, háptico y poético con el que Dylan nos conduce por un inquietante aunque sensual cuaderno de bitácora que revela que no todo es bueno en la tierra de la libertad y la felicidad.
Cuando Barack Obama concedió a Dylan la Medalla de la Libertad en 2012 (da la casualidad de que Toni Morrison, la última estadounidense en recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1993, también ganó la Medalla), declaró que «no hay un gigante mayor en la historia de la música americana; a lo largo de todos estos años no ha dejado de perseguir su sonido, siempre en busca de un poco de verdad». ¿Puede haber un elogio mayor para cualquier artista que busque su propia camino hacia «un poco de verdad», no la verdad efímera que tan fácil como llega se va, ni la verdad monolítica o imperiosa, sino la verdad encontrada día a día, canción a canción, en el contexto de la maravilla de un arte de pulso inextinguible?
¡Felicidades, Dylan!