Sert o no Sert
El centenario de José Luis Sert (1901-1983) recibió menos atención de la que hubiera merecido el más influyente arquitecto moderno español.
Corto de estatura y largo de ambición, José Luis Sert fue grande en España y aún mayor en los Estados Unidos. Pero en las tres últimas décadas su reputación ha sufrido una erosión inmerecida, tanto en su país de origen como en el de adop-ción. En los militantes años setenta, Sert poseía la talla heroica del capitán de la vanguardia racionalista republicana, autor del mítico Pabellón de España en la Exposición Internacional de París; en los revisionistas ochenta fue el singular arquitecto mediterráneo que moderó los excesos radicales de la modernidad con una renovada atención al clima y al paisaje; y en los escépticos noventa se ha visto como un participante destacado en la aventura coral de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna, desde sus inicios funcionalistas hasta sus últimos compases humanistas y antropológicos. Este tránsito de las hazañas bélicas a las conversaciones cosmopolitas ha amortiguado el fulgor de su figura, desdibujando la coherencia esencial de una trayectoria que reproduce fielmente el curso de la arquitectura en las cuatro décadas centrales del siglo XX, y emborronando descuidadamente los perfiles nítidos de un gran personaje.
España participó en la Exposición Internacional de París de 1937 con un pabellón obra de Sert y Luis Lacasa, donde la exhibición de obras como el Guernica de Picasso denunciaban el horror de un país en guerra.
Nacido en Barcelona en 1901 (aunque su lápida en el cementerio de Ibiza y algunos manuales con-signen el año siguiente), el hijo del industrial textil que en 1903 recibiría de Alfonso XIII el título de conde fue un muchacho enclenque y un estudiante mediocre, pero también un joven sensible a las convulsiones de su tiempo que antes de titularse como arquitecto se infectó con el virus de la modernidad. Fascinado por Le Corbusier, en cuyo estudio parisino trabajó en 1929, Sert fue durante los años treinta el principal animador del grupo racionalista catalán, un aristócrata filocomunista que se implicó en los grandes proyectos sociales republicanos, desde propuestas urbanísticas como el Plan Macià para Barcelona hasta realizaciones arquitectónicas como las viviendas obreras de la Casa Bloc o el dispensario antituberculoso, en una etapa de activismo político y cultural que habría de culminar en el dramático Pabellón de España en la Exposición Inter-nacional de París de 1937, un grito de auxilio de la República en guerra que expuso el Guernica de Pi-casso junto a la Fuente de mercurio de Calder, La Montserrat de Julio González, El Segador de Miró o el gran tótem de Alberto, El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella.
De París partió Sert hacia el exilio americano, instalándose en los ambientes cosmopolitas de la vanguardia europea en Nueva York, y poniendo en marcha una oficina de urbanismo que durante los años cuarenta fue responsable de numerosos proyectos en Latinoamérica, desde Brasil y Perú hasta Colombia o Venezuela, donde los principios funcionalistas corbuserianos se teñían con preocupaciones cívicas y simbólicas. Esas inquietudes tomaron cuerpo teórico en libros y manifiestos como ¿Pueden sobrevivir nuestras ciudades?, Nueve puntos sobre la monumentalidad o El corazón de la ciudad, de autoría frecuentemente compartida con sus colegas de los CIAM, organización de la que fue elegido presidente en 1947, convirtiéndose Sert en una figura de referencia del debate arquitectónico internacional, y su casa de Long Island en lugar de encuentro para muchos de los protagonistas artísticos e intelectuales de la época; un periodo reflexivo y urbanístico que se extendería hasta su nombramiento en 1953 para suceder a Walter Gropius en el decanato de Harvard, y su traslado definitivo a Boston cuatro años después.
En su Barcelona natal, edificios de la primera mitad de los años treinta como el de calle Montaner (abajo) o la Casa Bloc (izquierda) muestran el ferviente compromiso del arquitecto con la causa racionalista.
Sert permanecería hasta 1969 al frente de la Graduate School of Design, y esos tres lustros de dedicación docente serían también los del reencuentro con los paisajes de su juventud mediterránea y con las obras de arquitectura, desarrolladas a ambos lados del Atlántico desde unos presupuestos más amables y menos esquemáticos que los de sus primeros proyectos catalanes. En Europa, el estudio de Joan Miró en Palma marcaría un camino de retorno a las certidumbres anónimas y vernáculas que ya habían inspirado a la vanguardia moderna, y en esa senda se inscribirían la Fundación Maeght en la Costa Azul, la Fundación Miró en Barcelona, su propia casa en Ibiza y ese conjunto de admirable sabiduría y espontaneidad que es la urbanización ibicenca de Cap Martinet, donde también se reservó una pequeña casa de vacaciones. Y en los Estados Unidos, su visión humanista de la modernidad se expresó en primer lugar a través de la inteligencia intemporal de su propia casa-patio en Cambridge, una obra a la que siguieron el Holyoke Center de Harvard, el campus de la Universidad de Boston, las viviendas de estudiantes Peabody y el Science Center de Harvard, un conjunto de realizaciones en las márgenes del río Charles que dejan testimonio de su talento plástico y su capacidad de domesticar los exigentes principios corbuserianos.
Cuando Sert dejó el decanato de Harvard, Gropius celebraba sus logros en una carta que la esen-cial monografía de Josep M. Rovira sobre el arquitecto catalán reproduce como prólogo, y en la cual su amigo y predecesor destaca su papel en la orga-nización de los CIAM, su liderazgo en la colaboración entre las artes, sus convicciones vanguardistas, su capacidad de reunir el espíritu mediterráneo con el nuevo mundo y, por encima de todo, su sensibilidad humanista. En esa taquigráfica laudatio está encapsulado el legado de Sert, y acaso también las razones de su palidez paulatina, que son las mismas que han adelgazado el prestigio de la modernidad programática de los pioneros, y las mismas que han desplazado al propio Gropius a un segundo plano ancilar de referencia pedagógica. Digerido el Sert heroico de Barcelona por las recuperaciones activistas de los setenta; amortizado el Sert mediterráneo de Boston e Ibiza por las revisiones introvertidas de los ochenta; y consumido el Sert teórico de Nueva York por los aggiornamentos existencialistas de los noventa, el Sert sobrante es una figura más escueta y fibrosa, pero todavía alimenticia para la arquitectura contemporánea.
Sert dejó Nueva York (abajo, su casa de Long Island) por Boston cuando sustituyó a Gropius como decano de arquitectura de Harvard, donde construyó en los sesenta el Holyoke Center y la residencia Peabody Terrace (encima).
Despojado del joven aristócrata que Oriol Bohigas ha descrito haciéndose llevar a las reuniones de obreros de Barcelona en el Rolls de su madre, con el escudo condal en la portezuela; del maduro exiliado que Xavier Costa ha expuesto toreando a Frederick Kiesler ante la cámara surrealista de Hans Richter, en aquella sala de 11 x 23 metros de su casa de Long Island que hacía a sus amigos sentirse en un centro cívico; y del veterano profesor que Maria Llüisa Borràs ha presentado soñando en Harvard con los paisajes detenidos de Ibiza, como residuo sólido de esta sublimación biográfica queda un arquitecto de tan consistente trayectoria como reducido registro, nutritivo a la manera de la leche en polvo, y por tanto más apto para remediar hambres seculares que para satisfacer el apetito caprichoso de países prósperos y ahítos. En contraste con la opulencia suculenta del pabellón de Mies, que se complace en su desnudez esencial, la reciente réplica barcelonesa del pabellón de París exhibe una osamenta exánime que se diría avergonzada de no poder cubrirse con el ropaje locuaz de la cartelería y el arte, triste como un andamio sin albañiles, y acaso en sintonía con la integridad abreviada de un arquitecto que, deslumbrado por Le Corbusier, acabó siguiendo los pasos contados de Gropius.