Louis Isadore Kahn nació el 20 de febrero de 1901 en la isla de Ösel (hoy Saaremaa), un enclave que cierra en el Báltico el golfo de Riga, perteneciente entonces a Rusia y actualmente a Estonia, pero que en otros momentos ha formado parte de Finlandia, Suecia, Dinamarca y Alemania. Sus padres, el estonio Leopold Kahn, suboficial pagador del ejército imperial ruso y escribiente tras licenciarse, y la lituana Bertha Mendelsohn, aficionada al arpa y a la literatura, eran dos judíos de familias numerosas cuya modesta educación no pudo rescatarles de una pobreza extrema, que les indujo a emigrar a los Estados Unidos a los pocos años de casarse. La familia se estableció en Filadelfia cuando Louis tenía 5 años, y allí vivieron en condiciones muy difíciles, incapaces siempre de pagar el alquiler, lo que les obligó a mudarse 17 veces en dos años, mantenidos por las prendas de lana que la madre tejía para fábricas ante la incapacidad de su marido para trabajar de forma regular en el oficio que había elegido, pintor de vidrieras, y soportados emocionalmente por el yídish y la música que Bertha promovía para conservar vivas sus raíces culturales europeas.
El clasicismo de Kahn adquiere resonancias casi cósmicas en el monumental Capitolio de Dhaka, y se depura hasta la perfección en las delicadas falsas bóvedas de cañón del Museo Kimbell en Fort Worth.
En este ambiente de miseria y determinación se desarrolló la infancia de Louis y sus dos hermanos menores, marcada también en su caso por las cicatrices en el rostro y las manos producidas por las ascuas de un fuego al que cayó con tres años de edad, lo que casi le cuesta la vida, y por la voz atiplada que le dejó como secuela la escarlatina contraída poco después de llegar a América, unas taras físicas que concitaban simultáneamente el abuso de sus condiscípulos y la protección singular de su madre, persuadida de su talento artístico y empeñada tenazmente en fomentarlo. Buen dibujante como lo había sido su padre, el joven Louis logró un reconocimiento precoz de sus profesores, que orientaron su carrera hacia la pintura; pero dotado del mismo oído musical que su madre, el aprendizaje casi autodidacta del piano le valió una beca para el conservatorio que finalmente rehusó, eligiendo desarrollar su capacidad artística en la arquitectura, y utilizar sus dotes musicales para pagarse los estudios tocando el órgano en cines que proyectaban películas mudas.
Como estudiante de la Universidad de Pensilvania, Kahn tuvo la fortuna de ser alumno de Paul Cret, un distinguido arquitecto francés que introdujo en Filadelfia el rigor de los métodos de la École des Beaux-Arts de París, y en cuya oficina trabajaría también durante algún tiempo a su regreso de Europa en 1929, tras un viaje de un año en el que invirtió los ahorros de sus primeros empleos profesionales. La Depresión, sin embargo, interrumpió las obras en marcha, y durante la década de los treinta Kahn sólo tuvo la oportunidad de intervenir en algunos proyectos de viviendas promovidas por la administración en el marco del New Deal, dedicando muchos de esos años a la reflexión y el debate sobre el futuro de la arquitectura, mantenido por la familia de su mujer, Esther Israeli, una ayudante de investigación del Departamento de Neurocirugía de la Universidad de Pensilvania con la que se había casado en 1930. La entrada de Estados Unidos en la II Guerra Mundial alteró esta situación de estancamiento profesional, y Kahn orientó su carrera hacia el activismo social y los proyectos urbanísticos, desarrollados con George Howe hasta 1942 y con Oscar Stonorov hasta 1947, fecha en la que fue elegido presidente de la American Society of Planners and Architects (el equivalente norteamericano de los CIAM), abrió su estudio profesional independiente y se incorporó como profesor a la Universidad de Yale.
En Yale encontró Kahn su plataforma de despegue: un entorno estimulante de alumnos y profesores embarcados en la transformación de la enseñanza académica y la introducción de los principios modernos; un joven historiador del arte, Vincent Scully, que se convertiría a partir de entonces en su más activo propagandista; y un encargo, la Galería de Arte de la propia universidad, que Kahn ejecutó con una brutalidad delicada insólita en el panorama conformista de la arquitectura institucional norteamericana, con forjados de casetones tetraédricos y una escalera triangular inserta en un rotundo cilindro de hormigón que se imitaría por doquier, y que descubrió al mundo el talento singular de una figura hasta entonces marginal. El resto de la historia es universalmente conocida, y se jalona con una secuencia de obras magistrales que dieron un nuevo sentido a la monumentalidad contemporánea: edificios de solemnidad arcaica, exquisitamente construidos y rigurosamente coreografiados a través de la geometría elemental, imponentes e íntimos a la vez, y tan líricos en el modelado de la luz como elocuentes en la articulación expresiva de los encuentros entre materiales.
La potencia simbólica del Capitolio de Dhaka (derecha) radica en su rigor geométrico, y esa férrea disciplina formal es el punto de partida para el diálogo con el paisaje en el recinto monacal de los Laboratorios Salk (abajo).
Las cubiertas piramidales de los Baños de Trenton, el proyecto donde Kahn asegura haberse «descubierto a sí mismo», las torres medievalizantes de sus Laboratorios Richards en Filadelfia, donde por primera vez materializó su concepto de espacios servidores y espacios servidos, y el gran patio abierto al horizonte del Instituto Salk en La Jolla, un monasterio científico para el inventor de la vacuna contra la poliomielitis que traduce al idioma moderno la obsesión del arquitecto con la Villa Adriana, son tres obras maestras concebidas en la segunda mitad de los años cincuenta. El inicio de los sesenta está protagonizado por sus grandes proyectos asiáticos, el Instituto Indio de Administración en Ahmedabad y la que sería su obra más monumental, el formidable Capitolio de Dhaka, en Bangladesh, una ciudadela parlamentaria para un joven país islámico realizada como una titánica fortaleza de cubos y cilindros de hormigón perforados por círculos y triángulos, donde el clasicismo romántico de cuño piranesiano que alimenta esta etapa de Kahn adquiere resonancias cósmicas, y que todavía tardaría dos décadas en completarse.
Durante la segunda mitad de los años sesenta, Kahn depura aún más su lenguaje, proyectando tres obras de perfección emocionante: la Biblioteca de Exeter, un cubo de ladrillo cuyas esquinas ausentes evocan las ruinas romanas tan amadas por el arquitecto, y cuyos gigantescos óculos de hormigón en el patio luminoso recuerdan los sueños ilustrados de Ledoux; el Museo Kimbell en Fort Worth, una sucesión de falsas bóvedas de hormigón, hendidas por lucernarios longitudinales, que crean una atmósfera intemporal de exquisita serenidad, y que muchos consideran su obra mejor; y el Centro de Arte Británico de Yale, situado frente a la Galería de Arte que lo había dado a conocer veinte años atrás, un prisma urbano de hormigón, vidrio y acero que despliega las salas del museo en torno a dos patios de minuciosa exactitud y solemnidad geométrica, y que Kahn no llegaría a ver terminado.
Al iniciarse los años setenta su popularidad le había convertido en un viajero constante; en el que sería su último año de vida voló una o más veces a Dhaka, Teherán, Tel Aviv, Bruselas, París, Rabat y Katmandú. A su regreso en 1974 de un largo viaje a la India, donde tras visitar su obra de Ahmedabad regresó a los Estados Unidos en un periplo interminable con escalas en Bombay, Kuwait, Roma, París y Londres, un Kahn exhausto se desplomó en los aseos de la estación de Pensilvania —donde debía tomar el tren que le llevara de Nueva York a Filadelfia— durante la tarde del domingo 17 de marzo, y su cuerpo con el corazón roto permaneció varios días en un cajón frigorífico del Departamento de Personas Desaparecidas de Manhattan. Había vivido cincuenta años de oscuridad y algo más de veinte de fulgor, y se consumió en la hoguera del éxito. Pero dejó tras de sí una huella construida que es patrimonio de la arquitectura y de la humanidad.
La biblioteca de Exeter (derecha) o el Museo Kimbell (abajo) resumen el legado de Kahn, que dio un sentido monumental a la abstracción moderna y fue un maestro en el manejo de la luz y en la definición material de la arquitectura.
1 ¿HAY QUE CELEBRAR EL CENTENARIO DE KAHN?
No es imprescindible. Entre 1991 y 1994, una colosal exposición viajó por siete museos de tres continentes, y su catálogo (preparado por los profesores de la Universidad de Pensilvania David B. Brownlee y David G. De Long), que recoge lo sustancial de la investigación desarrollada desde 1983 en el archivo que Kahn legó a su alma mater, sigue siendo la obra básica de referencia para entender a este gigante del siglo pasado. Sólo la publicación en 1997 de las Cartas de Roma, dirigidas entre 1953 y 1954 por Louis Kahn a su amante Anne Griswold Tyng, una arquitecta veinte años más joven que fue a tener la hija de ambos lejos de Filadelfia, arroja una luz inesperada sobre la personalidad obsesiva y mezquina del arquitecto. Pero la revisión esencial de Kahn se hizo hace una década, y la conmemoración actual está condenada a ser más festiva que inquisitiva. Si los músicos celebran el año de Verdi, los filósofos el de Gracián y los escritores el de ‘Clarín’, ¿por qué no han de festejar los arquitectos el año de Kahn?Aunque lo cierto es que utilizando las fechas de nacimiento y muerte, amén de las de otros acontecimientos singulares de la biografía y la obra, cualquier figura cultural resulta homenajeable en cualquier momento. El año pasado sólo los venezolanos celebraron en su pabellón deVenecia el centenario de Carlos RaúlVillanueva, un personaje que hubiera merecido un más amplio reconocimiento, y sería deseable que los centenarios de José Luis Sert en julio de 2001 y de Luis Barragán en marzo de 2002 tengan una dimensión que supere el ámbito catalán o el mexicano. Mientras tanto, levantemos nuestras copas en honor de Kahn, un judío de Estonia y de Filadelfia que hoy es ya del mundo.
2 ¿ES UNO DE LOS GRANDES ARQUITECTOS DEL SIGLO?
Como diría Frank McCourt, lo es. Si Estados Unidos es un gran país, Louis Kahn es un gran arquitecto que fundamenta su importancia en la interpretación americana de viejos temas del viejo mundo, un inmigrante desvalido al que su nueva patria acoge con inteligencia generosa, y un talento confuso que sólo pudo florecer en el marco afirmativo y optimista del mecenazgo americano. Kahn no existiría sin Jonas Salk, Kay yVelma Kimbell o Paul Mellon. Su revisión del funcionalismo para construir monumentos modernos que pudieran expresar la voluntad de permanencia de las instituciones y celebrar la cohesión de la comunidad es tan característica de la pax americana de la posguerra como las casas de Wright lo fueron del individualismo emersoniano de una nación de granjeros. Pero sus hallazgos formales son ya patrimonio de la arqui-tectura del mundo, y sólo una miopía eurocéntrica y el tardío desarrollo de su carrera le regatean aún una plaza en el club de los grandes, esos que Jencks llama the big four (Wright, Mies, Le Corbusier y Aalto), y cuya obra completa los historiadores del Docomomo proponen a la Unesco declarar Patrimonio Mundial, junto a 28 edificios de figuras menores, entre los cuales los Laboratorios Richards de Kahn. El maestro de Filadelfia es, sin embargo, con el hoy injustamente minusvalorado Gropius, el único que, además de los cuatro grandes, figura en los títulos de la historia de la arquitectura de William Curtis, y tengo para mí que con justicia. Aunque no alcance la estatura mítica de Wright, Mies o Le Corbusier, quizá la Unesco debería transformar the big four en the big five, y no otorgar a la obra de Kahn menor protección que a la de Aalto.
La trascendencia del paso de Kahn por la Academia Americana en Roma veinte años después de su primer viaje a Europa se evidencia en la intensidad de los dibujos realizados entre 1950 y 1951 (abajo, esta página y la siguiente).
3 ¿TIENE SU OBRA DEUDAS POCO RECONOCIDAS?
Demasiadas.A Kahn nunca le faltaron adjetivos elogiosos para agradecer las enseñanzas beauxartianas de su maestro Paul Cret, que durante los años veinte formó al arquitecto en la disciplina de la idea y el rigor de la geometría; el apoyo esencial de su colega George Howe, pionero del Estilo Internacional en los Estados Unidos y protector de Kahn durante los años difíciles de la Depresión y la guerra; o el entusiasmo, lindante con el ditirambo, del historiador Vicent Scully, que halló en el estrafalario Kahn el genio heroico y arcaico que exigía su visión dramática de la historia del arte, convirtiéndose en su principal publicista durante los años cincuenta y sesenta. Pero es deplorable la resistencia de Kahn a reconocer su deuda con su colaboradora y amante Anne Tyng, una dotada arquitecta que entre 1945 y 1955 introdujo en su obra el orden abstracto de la geometría estructural, sirviendo de puente con la fértil inventiva de Buckminster Fuller; con su discípulo y colaborador Robert Venturi, que trabajó en su estudio en 1956, familiarizándolo con la poesía de los espacios estratificados y yuxtapuestos de la arquitectura manierista; o con los ingenieros de su entorno, el francés Robert Le Ricolais, colaborador desde 1953 y colega desde 1955 en la Universidad de Pensilvania, y, sobre todo, August Komendant, asesor permanente de Kahn desde 1956. Y, sin embargo, Tyng fue, como ha escrito Fuller, «la estratega en geometría de Louis Kahn»; «Lou aprendió de Bob», para decirlo con las palabras de la esposa y socia de Venturi, Denise Scott Brown, «la excepción, la distorsión y la inflexión propios del manierismo»; y las grandes obras de las dos últimas décadas de la carrera de un Kahn que «carecía de los conocimientos más básicos sobre estructuras» son impensables sin la participación de Komendant, el ingeniero que tan poco diplomáticamente describía la ignorancia técnica del arquitecto.
4 ¿FUE EL PADRE DEL ESTILO POSMODERNO?
Sólo superficialmente. Es verdad que con él se formaron protagonistas de la aventura posmoderna como Charles Moore; que obras como la de Mario Botta no se conciben sin su influencia; y que a partir de su contacto con Venturi su trayectoria dio un giro trascendental, incorporando la escenografía de la falsa fachada y la evocación de las arquitecturas históricas. Pero el término posmoderno ha adquirido hoy una connotación peyorativa que lo asocia sólo a una forma frívola de clasicismo epidérmico y sería absurdo buscar sus orígenes en el arcaísmo esencialista de Kahn, un fundamentalismo autorreferente que subordina el contexto y el lenguaje a sus mandalas geométricos. Es cierto que devolvió la respetabilidad a la historia; pero las lecciones que Kahn extrae de Roma o el mundo antiguo no son sustancialmente diferentes de las apuntadas por Le Corbusier cuando representa la Ciudad Eterna a través de los sólidos platónicos, buscando en la geometría elemental un clasicismo más hondo que el de la figuración amable de guirnaldas y volutas. Venturi aprendió en Italia otras lecciones, y aprendería más aún de los casinos de Las Vegas; y Aldo Rossi excavó en su memoria personal y geográfica para encontrar unos arquetipos diferentes a los de Kahn: líricos y trágicos en lugar de cósmicos y solemnes, como corresponde al contraste entre su exploración individual y la obsesión del maestro de Filadelfia por los orígenes míticos de los espacios colectivos. El 18 de enero murió en Miami Morris Lapidus, un arquitecto de origen eslavo como Kahn, de su misma edad (había nacido en Odessa en 1902), y que al igual que él socavó en los años cincuenta la neutralidad rutinaria del Estilo Internacional; pero establecer a través de Venturi un vínculo entre las instituciones severas de Kahn y los hoteles abigarrados, irónicos y excesivos de Lapidus sería una pirueta que supera el umbral de cinismo permisible.
5 ¿SON MÁS IMPORTANTES SUS IDEAS O SUS OBRAS?
Sus obras, de lejos. Aunque Kahn fue un profesor carismático, los textos que le sirvieron para cristalizar sus ideas son una amalgama deshilvanada de intuiciones aforísticas y trivialidades, con frecuencia tan oscuros como los dictámenes de un chamán, y a veces más herméticos que las profecías de una sibila. Kahn se jactaba de no leer nunca, y el torrente hemorrágico de logomaquia metafórica que fascinaba a sus discípulos causaba el desconcierto de sus clientes, a los que inicialmente ahuyentaba con su aspecto desaliñado de charlatán excéntrico.A Kahn, sin embargo, lo rescatan las obras de las dos últimas décadas de su vida. Hasta los cincuenta años es un profesional que construye viviendas baratas para el gobierno federal o las asociaciones judías, y que promueve la arquitectura moderna a través de publicaciones y organismos varios; pero a su regreso de una estancia de tres meses en Roma en 1951, Kahn proyecta la Galería de Arte de Yale, y con esta obra y los Baños de Trenton de 1955 el arquitecto inicia un periodo de extraordinaria fertilidad y originalidad creativa que no se cierra hasta su muerte en 1974. Los edificios de esta última etapa combinan la monumentalidad y la delicadeza con una rara sensibilidad que no puede dejar de conmover: la gran plaza metafísica frente al Pacífico de los Laboratorios Salk se flanquea con celdas recoletas donde el roble domestica al hormigón; las bóvedas cicloides del Museo Kimbell otorgan a cada lienzo de esa colección exquisita un ámbito íntimo de contemplación luminosa; y los colosales óculos del patio de la Biblioteca de Exeter suministran un contraste inesperado con los cubículos de madera engarzados en la fachada de ladrillo, que acogen al lector en su marco mínimo. Cualquiera que haya visitado estos lugares mágicos debe haber sentido que, más allá de la arquitectura y sus historias, en sitios así es posible ser feliz.
Las estructuras de Fuller inspiraron el forjado de casetones tetraédricos de la Galería de Arte de Yale; y un repertorio de geometría elemental se despliega en el proyecto para el centro de Filadelfia (derecha).