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Un itinerario elemental

Luis Fernández-Galiano 
31/05/2017



Como el ALTAZOR de Vicente Huidobro, Alejandro Aravena nació a los 33 años. Tras su formación en Santiago de Chile y Venecia, con el cambio de siglo fue a enseñar a Harvard, fundó Elemental e inició el proyecto de Quinta Monroy, una experiencia ejemplar de vivienda social que alumbró una carrera vertiginosa, fundamentada en sus dotes de liderazgo, su carácter carismático y su ambición estratégica. Aunque ya habíamos publicado su Facultad de Matemáticas en el número que Arquitectura Viva dedicó a Chile en 2002, en mi propio radar apareció con fuerza el año siguiente, cuando tuve ocasión de participar en el jurado del concurso Elemental, una iniciativa de la Universidad Católica para construir vivienda de bajo coste, dirigida por los jóvenes arquitectos e ingenieros agrupados en la oficina del mismo nombre, y que habían encontrado en Harvard un laboratorio para su empeño, descrito por ellos con aplomo como el tercer gran experimento moderno de vivienda, tras la Weissenhofsiedlung de Stuttgart en 1927 y el PREVI de Lima en 1969.

Desde aquel concurso he seguido con admirada atención las vicisitudes de la trayectoria de Aravena, visitado sus obras en algún viaje posterior a Chile, y escuchado la presentación de su trabajo en congresos como el de Pamplona de 2010, realizado sólo unos meses después del terremoto y tsunami que asolaron Chile y dieron lugar al formidable esfuerzo de Elemental para reconstruir la ciudad de Constitución y proteger el territorio costero de futuras catástrofes, una experiencia que Aravena había relatado en Arquitectura Viva. Por entonces había ya recibido un encargo de Rolf Fehlbaum para construir un taller en el campus de Vitra —compañía para la que también diseñó Chairless, una cinta inspirada en prácticas indígenas que sustituye a un asiento convencional—, había sido nombrado miembro del jurado del premio Pritzker y Fellow del Royal Institute of British Architects, y completado obras singulares como las Torres Siamesas de la Universidad Católica, que daban una dimensión diferente a su compromiso continuado con la vivienda social.

El espíritu de la Bienal de Venecia dirigida por Aravena se expresó bien en el Droneport para África de la Fundación Norman Foster y en la elegante instalación de Solano Benítez, que recibió un León de Oro.  

Las etapas posteriores de su itinerario estarían jalonadas por hitos como la terminación en 2014 del Centro de Innovación, que fue portada de Arquitectura Viva; su designación en 2015 como comisario de la XV Bienal de Arquitectura de Venecia; y su obtención en 2016 del premio Pritzker, una distinción que marca un cambio de rumbo en un galardón hasta ahora más motivado por los méritos artísticos que por la intención social. Las ‘medias casas’ de Elemental prestan tanta atención a la participación popular y a los mecanismos financieros como a los factores estéticos y al idioma propio de la disciplina, pero no son por ello ‘medias arquitecturas’, sino emblemas de una nueva actitud ante la vivienda y la ciudad: una forma de hacer frente a los dilemas del presente que tiene raíces en las mejores experiencias de los años 1960, lugar de origen del viaje en paracaídas de un Alejandro Aravena que, dejando la zona de confort del lenguaje sólo arquitectónico, muestra haber aprendido la lección esencial de Altazor: «se debe escribir en una lengua que no sea materna».

Durante este último año, el arquitecto chileno recibió en abril la medalla del Pritzker en una ceremonia que se desarrolló apropiadamente en la sede neoyorquina de las Naciones Unidas, e inauguró en mayo una singular bienal veneciana a la que dio por título ‘Reporting from the Front’, expresando así elocuentemente la voluntad de tomar partido por una arquitectura atenta a las necesidades sociales más perentorias, en el marco del auténtico campo de batalla material y simbólico que son hoy las periferias urbanas, donde se libra una guerra genuina contra la pobreza y la marginación. Fijando los límites de ese nuevo territorio de la arquitectura —marcado también por obras como el Droneport de Norman Foster, que persigue crear en África una nueva red infraestructural, y que la Bienal decidió conservar como pabellón permanente— los tres grandes galardones de la muestra correspondieron al brasileño Paulo Mendes da Rocha, que recibió el León de Oro a una trayectoria ejemplar en su elegancia técnica y en su compromiso social; al paraguayo Solano Benítez, León de Oro por una instalación tan experimental en lo constructivo como elemental en los medios empleados; y al Pabellón de España, cuyo León de Oro premió una arquitectura que ha sabido perseguir la excelencia con recursos limitados en un tiempo de crisis. El año de Aravena fue al cabo un año latino.


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