La India no es un país: es un continente. Es imposible aprehender su diversidad de manera cabal, así que aquí nos aproximamos a su arquitectura a través de un rosario de ejemplos que se extienden desde el Himalaya hasta su extremo meridional. Como explica Rahul Mehrotra, en la India contemporánea conviven las grandes realizaciones promovidas por el capital global y el desarrollo oceánico de la construcción informal, la tecnología más sofisticada y las prácticas ancestrales, los flujos de la economía moderna y las raíces resistentes de lo sagrado. Entre esos dos polos —que en ocasiones se manifiestan en espacios urbanos contiguos, dando lugar a contrastes surreales— una nueva generación de arquitectos ha tomado el relevo de los Balkrishna Doshi, Charles Correa o Raj Rewal, procurando interpretar la modernidad desde su contexto material, climático y simbólico, y los más jóvenes de ellos desde el activismo ideológico y ético de la construcción alternativa, en la estela pionera de Laurie Baker.
Este fértil panorama de autores y experiencias se desarrolla en el marco de una extraordinaria arquitectura histórica, desde los templos excavados y las stupas budistas o las tumbas monumentales de sabor persa en el periodo mongol —como el mítico Taj Mahal— hasta las diversas influencias coloniales de portugueses, holandeses, franceses y, sobre todo, británicos, que cristalizaron el sueño del imperio con el colosal clasicismo de la Nueva Delhi de Edwin Lutyens y Herbert Baker. Pero la independencia en 1947 hizo de la arquitectura moderna el estilo nacional, tras la traumática partición en cinco Estados y los trágicos éxodos de hindúes, musulmanes y sijs para acomodarse a las nuevas fronteras, creándose varias ciudades ex novo, de las cuales Chandigarh sería la más importante: Le Corbusier realizó veintidós viajes a la India durante su proyecto y construcción, convirtiéndose en la referencia inexcusable de una profesión emergente, con un impacto en la arquitectura del país que todavía se deja sentir.
En una difícil coyuntura económica —seguramente la más grave desde la crisis de 1991, que provocó la apertura a los flujos de la globalización—, con la caída de la rupia y los mercados, la ralentización del crecimiento y el incremento de la inflación, India se enfrenta a un desafío de formidable dimensión. La tercera economía de Asia debe suministrar bienestar a 1.200 millones de personas, y las esperanzas expresadas en el boom de 2003-2008 sobre la superación de «la pobreza, la ignorancia y la enfermedad crónicas» están en estos momentos cuarteadas. Si las restricciones monetarias que anuncian el final del dinero barato han dañado las expectativas de los países emergentes, ninguno ha sido tan afectado como la India: la corrupción y el descontrol urbano que han producido este año centenares de víctimas en derrumbamientos de edificios parecen un símbolo ominoso del desplome económico, pero esta gran democracia sabrá hallar su propio camino hacia la prosperidad material y la resiliencia espiritual.