Opinión 

La India infinita


Concentración de peregrinos durante el festival religioso Kumbh Mela en Allahabad

Este país-continente es ya el más poblado del mundo. Mientras la humanidad alcanzaba la cota de los 8.000 millones, India superaba a China en habitantes, mostrando una pujanza demográfica que contrasta con el declive del País del Centro, que por primera vez en 60 años ha visto disminuir su además envejecida población. La India, con más de dos tercios de sus 1.400 millones de habitantes en edad laboral, es la quinta economía del mundo, por delante de su antigua metrópoli, el Reino Unido, y en esta década probablemente superará a Japón y Alemania para ser la tercera, solo detrás de Estados Unidos y China. Este auge colosal, que sin embargo coexiste con elevados niveles de pobreza, contaminación y corrupción, ha impulsado su emergencia en la escena política internacional como una gran potencia defensora del multilateralismo, equidistante de Washington y Moscú como principal líder del ‘Sur global’, mientras en el ámbito doméstico el gobierno de Narendra Modi reemplaza el secularismo pluralista que Nehru defendió desde la independencia con un impositivo nacionalismo hindú.

El sorpasso demográfico del dragón por el elefante ha puesto el foco sobre una civilización que, junto a la de China, ha sido el centro del desarrollo de la humanidad hasta la Revolución Industrial, y que hoy se recupera, como su vecino del norte, de un prolongado período de decadencia y sometimiento. Tanto la juventud de su población como el empeño estadounidense en desacoplarse de Pekín hacen verosímil que India sustituya a China como hub manufacturero mundial, en un contexto de ‘globalización por invitación’ donde las cadenas de suministro se fragmentan geopolíticamente, y donde la Realpolitik de ese autócrata electo que es Modi le permite formar parte de la alianza ‘Quad’ con Estados Unidos, Australia y Japón, y al mismo tiempo evitar sancionar a Rusia, que le sigue suministrando petróleo, carbón y fertilizantes a buen precio: un favorable contexto internacional al que se unen sus fortalezas internas, la excelencia de la educación, la cualificación de sus élites técnicas y el espíritu emprendedor que otorga al país el tercer puesto mundial en el ecosistema de las startups.

La liberación de la economía a partir de 1990 ha transformado radicalmente el país, que ya no se asocia exclusivamente a la espiritualidad y al subdesarrollo, avanzando —como ha descrito el filólogo Òscar Pujol— «con el trote lento de un majestuoso elefante». La India de Kipling o de E.M. Forster fue en nuestra infancia la de Rabindranath Tagore, que leíamos en las traducciones de Zenobia Camprubí, y después la de Salman Rushdie, Vikram Seth o Arundhati Roy, a cuyo dios de las pequeñas cosas nos hemos encomendado tantas veces los que compartíamos sus inquietudes sociales y ambientales: una India mítica y literaria que en la percepción de los arquitectos se compadece mal con las grandes obras de maestros como Le Corbusier o Kahn, y solo parcialmente con las construcciones de Balkrishna Doshi, Charles Correa o Raj Rewal, pero que brilla con luz propia en los barrios informales que estudia Rahul Mehrotra, en las obras artesanales de Bijoy Jain o en los pabellones orgánicos de Anupama Kundoo, habitados todos por ese dios de las cosas pequeñas en un país muy grande.   


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