Ramsés II preside el vestíbulo del Gran Museo Egipcio, una colosal construcción próxima a terminarse en la meseta de Guiza. Proyectada por Heneghan Peng, el estudio de Dublín que ganó el 2002 un concurso con más de 1.500 participantes, la obra del que será el mayor museo arqueológico del mundo dedicado a una civilización se alinea en sus trazas con las pirámides de Keops y Micerino, y se enfrenta al paisajismo de West 8 con una fachada triangulada y translúcida. Promovido por Hosni Mubarak, y retrasado por las convulsiones de la Primavera Árabe, el edificio que albergará el ajuar funerario de Tutankamon será inaugurado por Abdelfatá al Sisi, el militar que alcanzó la presidencia tras destituir en 2013 al islamista Mohamed Morsi, elegido tras la revolución que derrocó la dictadura de Mubarak; este por cierto promotor también de la Bibliotheca Alexandrina, gestada en 1987 e inaugurada en 2002 por los noruegos Snøhetta, ganadores igualmente de un concurso con más de 1.400 participantes. Pese a ser obras titánicas, estas dos sedes culturales palidecen frente al gran proyecto de Al Sisi, la nueva capital administrativa y financiera del país, una ciudad de siete millones de habitantes que desde 2015 está en construcción en un enclave a medio camino entre El Cairo y Suez.
El Egipto que retratan El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell o la Trilogía de El Cairo de Naguib Mahfuz apenas se reconoce en el que ha construido estas obras faraónicas, más próximas en su ambición a la pirámide escalonada y pétrea levantada por Imhotep para Zoser hace 46 siglos que a la Nueva Gourna de adobe realizada por Hassan Fathy en Luxor a partir de 1945, en tiempo coincidente con las dos series de novelas. Un país humillado y saqueado por griegos, romanos, otomanos, franceses y británicos reclama hoy con aplomo la piedra de Rosetta al Museo Británico, y el busto de Nefertiti al Neues Museum berlinés, mientras traslada en suntuosas carrozas 22 sarcófagos con sus reinas y faraones embalsamados desde el viejo Museo Egipcio de la plaza Tahrir —un edificio neoclásico de 1902, que homenajea en su fachada a una veintena de egiptólogos europeos— hasta el Museo Nacional de la Civilización Egipcia, una enorme construcción proyectada por un arquitecto local que se levanta en la primera capital del Egipto musulmán —hoy absorbida por El Cairo—, donde se exhiben objetos de todos los periodos de su historia, y que se ha inaugurado en abril de 2021 tras el Desfile Dorado de los Faraones, un evento digno de las escenografías del Hollywood clásico.
Pero Egipto es algo más que cabalgatas de momias y turismo de pirámides. Sus 100 millones de habitantes son el eje del mundo árabe, y el país es el más importante centro cultural de la civilización islámica, tanto en sus manifestaciones moderadas como en las radicales. Egipcio fue Sayyid Qutb, el teórico del islamismo ahorcado por Gamal Abdel Nasser en 1966, y cuyo pensamiento alimenta todavía el yihadismo terrorista; egipcio fue Mohamed Atta, el arquitecto formado en El Cairo y en Hamburgo que pilotó uno de los aviones del 11-S, y que a sus 33 años era el mayor de los secuestradores suicidas; y egipcio también Morsi, único presidente electo del país, depuesto y encarcelado tras intentar aumentar la influencia islámica en Egipto, y que murió en 2019 durante uno de los juicios a que fue sometido. Los dos grandes museos que ahora se abren procuran mejorar la oferta cultural para ciudadanos y visitantes, pero quiero pensar que también reforzar la conciencia del milenario imperio faraónico para situar su condición actual en una secuencia histórica que permita verla en perspectiva. Cuando se cumplen dos décadas de la destrucción de las Torres Gemelas, que agrietó los vínculos entre Occidente y el mundo musulmán, esa tarea es más urgente y necesaria que nunca.