Nueve cuentos morales: géométrie y finesse
Como su paisano Pascal, Dominique Perrault reconcilia el ‘esprit de géométrie’ con el ‘esprit de finesse’; en la estela de la saga Michelin de su ciudad natal, el arquitecto de Clermont-Ferrand reúne en su trabajo tecnología y sociedad; y al igual que el Eric Rohmer de Ma nuit chez Maud, el autor del Hôtel Berlier extrae emoción poética de la materia cotidiana. Es frecuente describir la obra de Perrault en términos de la gran tradición de monumentalidad geométrica francesa; es inevitable relacionar sus rotundos gestos en el territorio con ese urbanismo afirmativo que trata la naturaleza como geografía voluntaria; y es obligado interpretar la simplicidad casi inocente de sus diagramas fundamentales a la luz de prácticas conceptuales o mínimas que se extienden hasta los límites del ‘land art’ y el ‘arte povera’. En cierta medida, su propia formación de arquitecto en la École des Beaux Arts, urbanista en la École des Ponts et Chaussées e historiador en la École des hautes études en Sciences Sociales avalaría esta triple condición de constructor, planificador y humanista afiliado al arte de su tiempo. Sin embargo, también es posible esbozar una aproximación a su trabajo que explore su áspera raíz jansenista, el sustrato tecnológico de la industria y el laconismo narrativo en blanco y negro de la generación que creció a la sombra de los Cahiers: la conjugación del estoicismo de Epicteto con el escepticismo epicúreo de Montaigne —los dos interlocutores espirituales de Pascal—, frente al racionalismo materialista de Descartes o el enciclopedismo descreído de Voltaire, dibuja una actitud de seca y elegante austeridad tan lejana del dogmatismo cartesiano-iluminista como del ostentoso triunfalismo romano-jesuítico tan combatido por el autor de los Pensées; la reconciliación de la inventiva técnica y el éxito comercial con la responsabilidad social de su urbanismo fabril, tan característica de la empresa Michelin donde el padre de Dominique trabajó como ingeniero sugiere un élan de pragmatismo que hace compatible la razón científica y la emoción humana con un espíritu no muy distinto al pascaliano; por último, la fusión del arte y la vida, siguiendo el ejemplo de los personajes de Rohmer —entre los cuales un ingeniero de Michelin interpretado por Jean-Louis Trintignant en la película que situó en Clermont-Ferrand—, suministra un modelo de transformación de lo más humilde y cotidiano en construcción lírica de exacta poesía. El tránsito de la geometría, la geografía y el arte conceptual a Port-Royal, el Bibendum y Maud parece una pirueta literaria sólo asentada en el débil fundamento de una breve primera infancia en la Auvernia, pero es sólo un recurso retórico para introducir los nueve cuentos morales que pautan la trayectoria de Perrault en una matriz de tres décadas y tres movimientos. De la misma manera podríamos haber utilizado a los hermanos Perrault contemporáneos de Pascal, atribuyendo a Claude —constructor de un ala del Louvre— el monumentalismo arquitectónico, a Pierre —investigador fluvial y experto hidráulico— el urbanismo territorial, y a Charles —autor de los cuentos y ensayista de la Querelle— la imaginación artística (el predicador jansenista Nicolás quedaría al margen de la terna, en la buena compañía de Blaise Pascal), en un arbitrario reparto de actitudes y objetos que reforzaría la misma orquestación matricial. Pero aquí ha sido sólo Clermont-Ferrand el delgado y resistente hilo conductor del relato.