Asociamos la modernidad arquitectónica con el racionalismo, pero ese estilo escueto y maquinal resulta a menudo poco racional, y en ocasiones nada razonable. Los edificios blancos, con cubiertas planas y barandillas de barco, que fueron difundidos por Le Corbusier y sus discípulos, querían ser emblemas de una era técnica, tan alejados de los hábitos inmóviles de la construcción vernácula como del carrusel cambiante de los estilos históricos. Sin embargo, estos edificios funcionalistas eran con frecuencia escasamente funcionales en su adecuación al clima, los usos o el entorno, y su revolución resultó ser más estética y plástica que técnica o económica. En España, los seguidores de esta corriente formaron el GATEPAC (Grupo de Artistas y Técnicos Españoles para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea), rama regional de los CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna), que tendría especial incidencia en Cataluña y en el periodo republicano bajo el liderazgo de Josep Lluís Sert.
Más moderados en sus mudanzas estéticas, pero más pragmáticos en su actitud ante la construcción —aceptando, por ejemplo, materiales tan tradicionales como el ladrillo— y acaso también más afortunados en sus realizaciones fueron los arquitectos de la que Carlos Flores llamó Generación del 25, que en Madrid desarrolló un cúmulo de proyectos culturales en los antiguos altos del Hipódromo y en la recién creada Ciudad Universitaria. Aunque en 1925 se publica ‘La deshumanización del arte’ de Ortega y se abre la Exposición de Artistas Ibéricos, Flores parece haber elegido la fecha sólo por coincidir con el primer cuarto de siglo, evocando «el clima de rebeldía que se inicia en nuestra arquitectura hacia 1925». Sin embargo, ese «hito aproximado» podría haberse afinado más si se tiene en cuenta que las tres obras que el propio Flores juzga iniciadoras de esa arquitectura nueva —el Rincón de Goya de Fernando García Mercadal, la Estación de Servicio para Petróleos Porto Pi de Casto Fernández-Shaw y la casa para el marqués de Villora de Rafael Bergamín —son todas de 1927, el mismo año en que se crea por Real Decreto la Junta de la Ciudad Universitaria, por lo que quizá hubiera sido preferible hablar de una Generación del 27 en paralelo con la literaria del mismo nombre.
Sea como fuere, esta generación no es concebible sin el ejemplo de la arquitectura escolar de Antonio Flórez y el liderazgo profesional y urbano de Secundino Zuazo, dos autores esenciales de la primera modernidad española que ingresan en nuestro relato en 1913, año en el que Flórez inicia la Residencia de Estudiantes y los dos grupos escolares que lo llevarían a convertirse en el gran renovador de estas construcciones, y año también en el que Zuazo obtiene el título y comienza un trayecto ecléctico y riguroso que suscitaría la admiración de los más jóvenes, y que culminaría en la mítica Casa de las Flores de 1932, una manzana residencial que aúna la lógica material y climática con la inteligencia urbanística ya manifiesta en el Plan de Madrid realizado con Herman Jansen en 1929. Pero en 1913 el clima no era aún propicio al ‘arte nuevo’ o a la ‘literatura nueva’ (como muestra el reiterado rechazo de Azorín por la Real Academia Española, que José Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez quisieron compensar con la organización aquel año de un importante homenaje en Aranjuez que aglutinó a la después llamada Generación del 14), y tanto Flórez como el joven Zuazo practican por entonces una arquitectura más guiada por la eficacia racional que por la renovación estilística.
El racionalismo cerámico de Secundino Zuazo y Antonio Flórez inspiró a los arquitectos del 25
Antonio Flórez, que ya en 1909 había realizado los pabellones Mac-pherson y de párvulos de la Institución Libre de Enseñanza con un regionalismo luminoso, extiende ese lenguaje sobrio y ajeno a los códigos modernos en los Pabellones Gemelos y Transatlántico de la Residencia de Estudiantes, que se completan en 1915 en unos altos del Hipódromo pronto rebautizados por Juan Ramón como Colina de los Chopos. Los ideales pedagógicos de Francisco Giner de los Ríos y Manuel B. Cossío se materializaron ejemplarmente en un conjunto austero, de elemental economía y laconismo monástico en las habitaciones de residentes, construido con el mismo humilde ladrillo de sus grupos escolares: una sencillez genuinamente funcional que, al rehuir el lenguaje blanco de la modernidad corbuseriana, sería más tarde objeto de ásperas censuras en el órgano de los arquitectos del GATEPAC, la revista AC, pero que Walter Gropius no dudó en elogiar con ocasión de su conferencia de 1930 en la Residencia, y que hoy valoramos —más allá de haber albergado a Lorca, Buñuel o Dalí— como expresión cabal y primera de una modernidad razonable.
De la Residencia a la Universitaria
Alimentada por el espíritu abierto a lo cosmopolita y seducido por lo vernáculo que caracterizó a arquitectos vinculados a la Institución como Leopoldo Torres Balbás o Teodoro de Anasagasti, una nueva generación tuvo la oportunidad de materializar esos ideales en dos conjuntos educativos, el que se creó en torno a la Residencia y el de la nueva Ciudad Universitaria. En la Colina de los Chopos, la Junta para Ampliación de Estudios promovió en 1927 el Instituto de Física y Química de la Fundación Rockefeller, construido por Luis Lacasa y Manuel Sánchez Arcas con un pragmatismo americano que reconciliaba rigor modular y monumentalismo en sordina; un lenguaje seco y eficaz que Sánchez Arcas depuraría aún más en sus posteriores colaboraciones con el extraordinario ingeniero Eduardo Torroja en tres edificios ejemplares de la Ciudad Universitaria, el Pabellón de Gobierno, la Central Térmica y el Hospital Clínico, que se sumarían a la Facultad de Filosofía y Letras de Agustín Aguirre o a la de Ciencias de Miguel de los Santos para formar un conjunto de formidable consistencia.
Las imágenes de las obras muestran la combinación de rigos estructural y composición académica en la Ciudad Universitaria, también presente en los edificios de la Institución Libre de Enseñanza en la Colina de los Chopos.
También en las inmediaciones de la Residencia, otros dos destacados miembros de esa generación, Carlos Arniches y Martín Domínguez, realizaron entre 1930 y 1935 tres obras admirables relacionadas con la Institución Libre de Enseñanza: el Auditorio y Biblioteca de la Residencia de Estudiantes; el Pabellón de Bachillerato del Instituto-Escuela; y el modélico Pabellón de Párvulos, una excepcional expresión funcional y técnica de los principios pedagógicos de los institucionistas que encontró en las marquesinas voladas de Torroja su elemento más característico. Con el mismo ingeniero, y no lejos de la Ciudad Universitaria, Arniches y Domínguez construyeron después el Hipódromo de la Zarzuela, una obra maestra que ha llegado felizmente a nuestros días, evidenciando tanto el genio estructural de Torroja como la inteligencia práctica y la sensibilidad paisajística de los arquitectos, y que culmina el itinerario de excelencia de la primera modernidad española en vísperas de la Guerra Civil.
En el título se ha descrito esta arquitectura como razonable, un término favorito, como ha subrayado la historiadora Sofía Diéguez, de otro de los componentes de aquella generación renovadora, Luis Blanco Soler —autor con Bergamín del mejor barrio residencial de la época, la Colonia Parque Residencia, que hoy conocemos como El Viso— pero quizá nadie lo expresó mejor que Arniches y Domínguez en su respuesta a una encuesta realizada en 1928 por La Gaceta Literaria de Ernesto Giménez Caballero. La que fuera entre 1927 y 1932 órgano del vanguardismo —es significativo que la revista Arquitectura, fundada en 1918, girara también hacia la renovación, bajo la dirección de Anasagasti, el mismo año 1927—, formuló a un conjunto de arquitectos, a instancias del siempre inquieto Mercadal, una pregunta provocadora: «¿Cree usted en una arquitectura racionalista? Si es que cree, ¿por qué no la cultiva?» La respuesta de Arniches y Domínguez, esmaltada de ironía, resulta definitoria de esa promoción de arquitectos a menudo descritos como ‘racionalistas en los márgenes’ pero que —bajo el nombre de Generación del 25 o Generación del 27— ocupan un lugar central en la Edad de Plata de la cultura española: «Lo que nosotros practicamos nos parece razonable; no sabemos si te parecerá racionalista.»