Materia geográfica
Dominique Perrault amalgama geometría y geografía en un nuevo lugar arquitectónico, habitado por familias de objetos herméticos, secamente construidos con una lógica exacta, y enfrentados al entorno con aplomo metafísico. Lejos de entrar en resonancia con las curvas topográficas, las piezas se elevan sobre el terreno o lo perforan con la violenta precisión del ensamble o el escalpelo. Más arquitectura del territorio que ciudad genérica —más Gregotti que Koolhaas—, estos volúmenes de expresión mínima y disciplina máxima alcanzan su monumentalidad ensimismada a través de la escala, declinan su discurso de la desaparición mediante la ausencia del diseño o el contacto, y ofrecen el rigor depurado de su simplicidad extrema como marco neutral de las diversas coreografías sociales.
Edificios a la postre clásicos, ejecutados en diálogo minucioso con la industria y autorreferentes en la cuidadosa sintaxis del detalle, los frutos materiales del método Perrault consiguen una singular autonomía del contexto urbano o paisajístico, pero también de las vicisitudes de su tiempo, justificando su condición de geografía sin historia, y alcanzando a la vez el raro privilegio de la apariencia intemporal. Desde que abandona las tentaciones posmodernas con el Hôtel Berlier de 1986, y hasta que en el último lustro sus proyectos comienzan a explorar caminos más escultóricos —quizá en la estela de la serie non nata de apilamientos envueltos que se inicia en la Playa de las Teresitas—, al menos dos décadas de la trayectoria del arquitecto se describen en estos términos escuetos.
Este tránsito de la abstracción al gesto —matizado por la pervivencia de la inventiva material y la sensibilidad paisajística, pero también por el hilo conductor de la acción artística que enhebra tantos episodios de su carrera— se percibe en la secuencia de los concursos realizados por Perrault en España durante los últimos diez años, desde la Ciudad de la Cultura de Galicia o el Reina Sofía en 1999 hasta los más recientes de Soria o Granada. Concursos algunos perdidos, y otros ganados como el más tarde cancelado proyecto de Tenerife, el ya próximo a iniciarse Palacio de Congresos de León y la estupendamente culminada Caja Mágica madrileña, el gran recinto cubierto para las competiciones de tenis que es también el emblema de la candidatura olímpica de la capital española.
En todos estos concursos en nuestro país, y al margen de las mudanzas de estrategia o el grado de éxito de las propuestas, Perrault ha exhibido siempre un talante de riesgo extremo en el concepto que le hace abordar cada ocasión como una apuesta a doble o nada. Esa audacia apasionada y esencialmente artística, que le lleva a jugar siempre al ataque, menospreciando el compromiso tibio del empate —y que ha mostrado también cuando ha formado parte de jurados como el del premio Mies o la Ciudad del Flamenco—, es quizá responsable de la última cosecha de proyectos, donde la consistencia segura de sus prismas y cortes se reemplaza con un turbión de formas impacientes, poniendo a prueba la maestría del constructor con la pulsión artística que late en su materia geográfica.
Luis Fernández-Galiano