La arquitectura gallega sobrevivirá a la marea jacobea. El año del Apóstol, que se ha iniciado con una marea negra junto al faro de Hércules, puede cerrarse con una marea gris que deje las ciudades y las playas escombradas de construcciones inútiles. Esa marea de cemento y diseño asoma ya en algún monte y en muchas aldeas, pero se desvanecerá en el tiempo y en la niebla, y la vieja tierra de Galicia y su extraordinaria arquitectura histórica y vernácula soportarán la travesía jubilar. El año jacobeo es también año electoral, así que la marea más temible será de retórica.
En la última década ha surgido en Galicia un activo grupo de arquitectos, articulado en el territorio por el eje atlántico que une Vigo y Pontevedra con Santiago y La Coruña, agrupado en la intención por la voluntad crítica y cultural, y consolidado profesionalmente por los encargos públicos de las diferentes administraciones. Durante los años setenta los arquitectos gallegos se dotaron de un colegio profesional, una Escuela de Arquitectura en La Coruña, y una revista propia, Obradoiro. Los ochenta han permitido cosechar los frutos de esa siembra de infraestructuras culturales, y hoy la arquitectura de Galicia es una sólida realidad autónoma, a prueba de temporales y mareas.
Desde la época de Antonio Palacios —el pontevedrés que a principios de siglo construyó en Madrid el Palacio de Comunicaciones, el Círculo de Bellas Artes, el Banco Central o el Hospital de Maudes—, los gallegos con vocación de arquitecto se trasladaban a la capital de la nación. Éste fue todavía el caso de los que terminaron sus estudios tras la Guerra Civil, como Alejandro de la Sota o Ramón Vázquez Molezún, que igualmente se instalaron de forma definitiva en el Madrid donde habían cursado la carrera. La generación siguiente, nacida después del 36, regresó ya a su tierra natal después de haberse graduado en Madrid —como Manuel Gallego— o en Barcelona —como César Pórtela—.
Son precisamente estos dos arquitectos los que han aglutinado a las nuevas promociones a través de su obra construida, su liderazgo cultural y su enseñanza en la Escuela de La Coruña. Manuel Gallego, de 56 años, es un orensano que trabajó en Madrid con Alejandro de la Sota antes de establecerse en La Coruña, y que ha mantenido desde entonces intacta su devoción por el maestro, cuyo racionalismo constructivo ha matizado en su propia obra con una delicada sensibilidad hacia el contexto regional. César Pórtela, de 54 años, regresó a su Pontevedra originaria después de haber vivido en Madrid y en Barcelona el agitado clima intelectual de los años sesenta; su posterior vinculación con el milanés Aldo Rossi —que también dejaría en Cataluña discípulos gallegos como Yago Bonet— alimentaría sus convicciones resistentes para configurar una obra singular y crítica, fiel a la memoria y el paisaje, que reinterpreta con vigor las tradiciones locales de las galerías acristaladas y la cantería de granito.
En una línea regional y tipológica similar a la de Pórtela —con quien estuvo casada y colaboró durante veinte años— trabaja Pascuala Campos, de 54 años, una pontevedresa de adopción que ha construido en la isla de Arosa uno de los edificios más emocionantes y rotundos de los últimos años. La Escuela de Formación Pesquera es un austero recinto claustral de aulas de granito, sobre las que se levanta como un templo antiguo el prisma de la biblioteca. Semejante a una barca de piedra entre los pinos y el mar, fundida con la roca como si llevase ahí doscientos años, la escuela evoca los viejos conjuntos fabriles, pero también la arquitectura sólida y escueta de las instituciones iluministas. Con su mensaje de confianza en el conocimiento y la educación, el edificio adquiere el valor de un signo de regeneración de la economía y del paisaje, un manifiesto ilustrado sobre la riqueza biológica y cultural de Galicia.
Otra obra, terminada también el pasado año, representativa de la nueva arquitectura institucional de la capital gallega, y que posee una similar densidad simbólica, es la sede del Valedor do Povo —el Defensor del Pueblo— en Santiago de Compostela. La remodelación integral de un viejo caserón, junto al cuartel del Hórreo que hoy alberga el Parlamento autonómico, permitió construir un edificio refinado y elegante, de sobria sabiduría en el uso de los materiales y el diseño de los detalles, que expresa bien la combinación de respeto a la tradición y voluntad moderna de la joven democracia gallega. Su autor, Yago Seara, de 44 años, es un arquitecto y diseñador de gran sensibilidad histórica que actualmente ocupa la Dirección General de Patrimonio de la Xunta.
La generación de arquitectos gallegos nacidos después de 1936 tienen en Manuel Gallego (encabezando el artículo, Casa de la Cultura de Chantada) y César Pórtela (arriba, Acuario de Villargarcía de Arosa) sus más significados representantes. La Escuela de Formación Pesquera en la isla de Arosa (abajo), de Pascuala Campos, sigue una línea regional y tipológica similar a la de Pórtela.
A la generación de los que terminaron sus estudios en los años setenta pertenecen asimismo Alberto Noguerol, de 49 años, autor de la vanguardista, rigurosa y seca Facultad de Filología de Santiago, y Alfonso Penela, de 40 años, formado como el anterior en Barcelona y autor de la Facultad de Económicas de Vigo, un edificio fotogénico y algo ingenuamente deconstructivo. Junto a todos ellos, un numeroso grupo de arquitectos, desde los más veteranos como Bar Boo o Femández-Albalat, hasta los Reboredo, Baltar, Meijide, Casabella o De Llano, que a través de sus obras, su enseñanza y su labor cultural están poniendo las bases de una arquitectura gallega culta.
En este propósito deberían encontrar un apoyo institucional en la persona de su colega y alcalde socialista de Santiago de Compostela, Xerardo Estévez, que ha promovido cautelosamente la arquitectura a través de algunos encargos de prestigio, entre los que destacan el controvertido edificio de aparcamientos proyectado por el berlinés Josef Paul Kleihues, y el Centro Gallego de Arte Contemporáneo, obra del maestro de Oporto Álvaro Siza (recientemente galardonado con el Premio Pritzker, la mayor distinción arquitectónica), cuya terminación está prevista para este año.
Mientras tanto, y dentro de las fatigosas escaramuzas simbólicas de la política, el arquitecto alcalde ha lanzado su propia versión del Xacobeo en la forma de un oceánico programa de espectáculos, con un coste de 2.500 millones de pesetas, bajo el rótulo de Compostela 93, y del que por ahora sólo puede decirse que su símbolo identificativo (una venera geometrizada que sugiere un haz de rayos luminosos) es mejor que el infame muñeco mironiano que se ha lanzado como mascota jacobea, y bajo cuya advocación ha colocado la Xunta el año jubilar. Pero los gallegos, que han sobrevivido a tantas mareas de petróleo y diseño, sobrevivirán también al Peregrín.
Gallegos de Madrid
Los dos arquitectos gallegos más ilustres viven en Madrid. El pontevedrés Alejandro de la Sota, que cumple 80 años el mes de octubre, ha sido el más influyente maestro de los arquitectos madrileños, y un constructor de disciplina exacta y musical cuyas obras figuran ya en la historia de la arquitectura contemporánea. El coruñés Ramón Vázquez Molezún, de 70 años, fue el arquitecto más inspirado y el individuo más entrañable de su generación, y con su inseparable socio José Antonio Corrales construyó algunas de las obras maestras de la arquitectura española de esta segunda mitad de siglo.
Tanto Sota como Molezún figuran en la lista de los galardonados con la medalla de oro de la arquitectura, una prestigiosa distinción que hasta la fecha poseen sólo ocho arquitectos. Ambos tienen sus estudios en la madrileña calle Bretón de los Herreros, a menos de cien metros de distancia, y desde hace más de treinta años; pero pese a su proximidad, sólo han trabajado juntos en un proyecto, la residencia de Miraflores de la Sierra, en las proximidades de Madrid, que se construyó entre 1957 y 1959. Precisamente en esos años, los dos gallegos construyeron por separado sendas obras que señalarían la conversión a la modernidad de la arquitectura oficial de su paisano Francisco Franco: el Gobierno Civil de Tarragona (recientemente restaurado por un discípulo de Sota, Pep Llinás) y el Pabellón de Bruselas. Desde entonces, el genio radical de Sota y el talento lírico y mecánico de Molezún han seguido caminos separados.
En este año jacobeo, el Ayuntamiento de Madrid tiene una ocasión óptima de homenajear a la Galicia peregrina y enriquecer el patrimonio cultural de la ciudad: puede construir, de una vez por todas, el proyecto de viviendas municipales en la Puerta de Toledo que encargó a Sota hace ya cuatro años, y al que el maestro dio una inesperada y brillante solución tipológica; y puede rehabilitar el pabellón de los hexágonos de la Feria del Campo, la obra trascendental de Molezún y Corrales que representó a España en la Exposición Internacional de Bruselas de 1958, y que, reconstruida en Madrid, se halla hoy en un triste estado de abandono. La arquitectura y el Apóstol lo agradecerán con indulgencias.