La obra de Alberto Campo Baeza persigue la pureza. En su empeño por ser alma sin cuerpo, expresa la idea a través de la geometría y la luz, despojando al edificio de su naturaleza material para que la forma levite ingrávida, liberada de su cárcel terrenal y severa. Ajena a las constricciones cotidianas del programa funcional o el pragmatismo constructivo, su arquitectura es pureza pulida, pulcra y pudorosa, que hallamos puntualmente publicada con imágenes etéreas. En ellas puede atisbarse entre visillos un mundo alejado de las turbulencias del siglo, protegido y perfecto en su exactitud cristalográfica, inmaterial y luminoso en su realidad inaprehensible, espiritual y lírico en su substancia aérea. Perfectamente perfilada y paradójicamente desvanecida, esta obra se inserta indeleblemente en la retina y en la memoria visual para hacerla inmediatamente reconocible, en la abstracción incolora de sus superficies tirantes o en la atmósfera traslúcida de sus volúmenes prismáticos.

En la depuración extrema de la forma y en la seducción estética de la imagen reside probablemente la popularidad pedagógica de Campo Baeza, profesor carismático que ha sido durante medio siglo en la Escuela de Arquitectura de Madrid, en sus inicios a la sombra paternal de Javier Carvajal, y después desde el brillo de su propia cátedra, convertida en un ámbito de elegancia artística y sensibilidad cultural. Venerado por sus alumnos, el arquitecto correspondió a esta devoción con una dedicación sacerdotal a su carrera docente, dejando una huella duradera en multitud de jóvenes, que acabaron accediendo a la profesión ungidos con los óleos sagrados de la arquitectura como vocación poética. Frente a otras posiciones más prosaicamente sociológicas, políticamente militantes o eclécticamente disciplinares, la influencia de Campo Baeza se levantó sobre el doble pilar de la pureza y el arte, suscitando el reproche trivial de haberse aislado en una torre de marfil.

Sin embargo, la condición angélica de las obras no excluye su contaminación ambiental con una dimensión crítica que las hace testigos de su tiempo. La Casa del Infinito, una plataforma lacónica frente al Atlántico, no puede censurarse por no estar protegida del sol y del viento, porque su legitimidad reside en el retrato de la subordinación contemporánea de lo táctil a lo visual; la Caja de Ahorros de Granada, un prisma impávido de estructura ciclópea, no debe comentarse desde la lógica de un edificio de oficinas, porque su monumentalidad refleja el protagonismo simbólico de los entes financieros locales; y el Consejo Consultivo de Castilla y León, una pieza de vidrio encerrada tras un hermético muro perimetral, no merece glosarse recordando que se niega a beneficiarse de las vistas de la Catedral, porque no existe mejor representación del ensimismamiento endogámico de las actuales élites políticas. La pureza pulida es también una pureza punzante. 


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